Independencia
Imagen: Título primordial de Santo Domingo Del Valle. Siglo XVIII. (Beatriz Cruz López)
Por Beatriz Cruz López
Hay independencias que se escriben con mayúscula inicial y otras que no. Hay independencias que necesitan ser promocionadas y recordadas frecuentemente para parecer reales, y hay otras que no. Hay independencias que se gestan sin bombo y platillo y que a veces ni siquiera alcanzan ese nombre, pero cuyos efectos son tangibles al nivel en el que operan porque se construyen paso a paso, consolidando poco a poco sobre lo ganado.
En la década de 1820, muchos pueblos del Valle de Oaxaca, incluyendo el de mi madre, pasaron de ser pueblos sujetos a una cabecera a ser municipios. En el papel, ya eran independientes de su cabecera, pero no fue este particular momento ni esa etiqueta lo que los hizo realmente independientes. Varios de ellos habían transitado ya por un largo proceso de fortalecimiento de su organización y sus instituciones internas. Estaban listos para funcionar de manera autónoma y gracias a ese proceso también estuvieron en posición de hacer frente e incluso revertir los embates que poco después los nuevos estados-nación, so pretexto de acabar con los “privilegios” corporativos que limitaban la libertad (propiedad) individual, lanzaron contra ellos.
Este proceso de fortalecimiento interno empezó en la segunda mitad del siglo XVII (1670 en adelante), cuando la población indígena de la entonces llamada Nueva España empezó a recuperarse de la pérdida de casi el 90% de su población debido a las epidemias, la desnutrición y los malos tratos. Para este momento, además, la Corona castellana, buscando incrementar sus ingresos, incluyó a todos los pueblos (cabeceras y sujetos) en su programa de titulación territorial conocido como las “composiciones de tierras,” que básicamente consistía en pagar para obtener títulos de tierras emitidos por esa autoridad. Muchos pueblos participaron de inmediato para obtener la titularidad de sus territorios y la obtención de esos títulos de tierras dio un impulso más a sus aspiraciones de autonomía.
Hablaré un poco más del pueblo de mi mamá, que en aquel entonces se llamaba Santo Domingo del Valle, o Niaguego (“al pie del río”) en tichazá (zapoteco colonial), pueblo ubicado en los Valles Centrales de Oaxaca, no sólo por mi conexión emocional con él, sino también porque deja ver algunas fases y matices de este proceso. Santo Domingo obtuvo primero la titularidad de su territorio a través de los títulos de composición. El primero lo obtuvo en 1697, luego obtuvo otro en 1710 y otro más en 1754.
El siguiente paso fue adquirir cierta autonomía administrativa, lo cual ocurrió en 1745, cuando las autoridades del pueblo empezaron a entregar sus tributos de manera directa, sin tener que llevarlos a su cabecera, Tlacolula, debido a los supuestos retrasos en que ésta solía incurrir. Mientras tanto, en 1735, se empezó a construir una iglesia mucho más grande de la que entonces tenía, la cual se terminó alrededor de tres décadas después.
Finalmente, en 1803 las autoridades de Santo Domingo demandaron a Tlacolula para dejar de darle contribuciones y servicios a las “casas reales” (la sede del cabildo), la iglesia y la casa parroquial, contribuciones que en su calidad de pueblo sujeto había hecho desde el siglo XVI, pero que ya para ese año encontraba cada vez más molesto. El pueblo obtuvo una decisión favorable en 1805.
Santo Domingo estaba listo para pedir la separación formal de su cabecera, pero al parecer nunca lo hizo. Fue hasta que culminó la llamada “independencia de México,” y como consecuencia de los criterios empleados en los reordenamientos territoriales, que el pueblo fue catalogado como municipio independiente.
Otro detalle que también resulta interesante del proceso de fortalecimiento local de Santo Domingo es que en 1803, luego de obtener la decisión favorable para no seguir dando contribuciones a Tlacolula, sus autoridades entregaron una lista de los servicios que el pueblo sí quería seguir dando. Este gesto, aparentemente contradictorio, es muy poderoso por varias razones.
Primero, porque muestra que el pueblo en realidad no deseaba dejar de contribuir, lo que buscaba era no ser forzado a ello. A partir de obtener la libertad de decidir, decidió que quería colaborar voluntariamente para el mantenimiento de los edificios e instituciones que su propia gente había ayudado a levantar a lo largo de muchos años y con muchos sacrificios y después, porque, en su demanda contra Tlacolula, las autoridades de Santo Domingo citan una “circular de 1794” que prohibía “los tequios y gravámenes” que las cabeceras solicitaban a sus pueblos sujetos. El lenguaje usado en esta circular, así como el lenguaje del juez español que dictaminó a favor de Santo Domingo y contra “las corrubtelas (sic)” de la cabecera, son propios del momento en el que la Corona española había arremetido otra vez contra los pueblos amerindios y sus formas propias de organización (el periodo de las Reformas Borbónicas) por considerarlos un obstáculo para centralizar y acrecentar su poder.
Este episodio es un ejemplo más de que los pueblos podían apropiarse del lenguaje oficial, jugar el juego de aceptar los prejuicios implícitos en las leyes que buscaban su sometimiento, y al final, una vez conseguido su objetivo, volver a las prácticas y lazos que los caracterizaban y ellos consideraban importantes, si bien ya de un modo distinto.
Este es, además, un episodio que en lo personal me llena de esperanza. La historia de mi familia parecía ser la que terminaría con el olvido de una lengua indígena y una identidad comunitaria: personas que salen de sus pueblos a buscar ingresos y, una vez confrontados con los estigmas contra su gente, los asumen y prefieren no transmitir su lengua a las nuevas generaciones. Y sin embargo, algo queda: son las narraciones de los abuelos traducidas al español, son las constantes añoranzas por el pueblo y el deseo de regresar, es la llegada de más familia que también está en busca de empleo, las comunidades en diáspora mandando recursos y realizando las fiestas marcadas en el calendario local. La fortaleza de los pueblos les permite reinventarse una vez más para hacer frente a los nuevos desafíos de la era (neo)liberal.
Retrato de la autora: Ángel Custodio
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