Imagen: Ariadna Solís
Por Ariadna Solís
Como muchos conceptos, “libertad” fue una de esas palabras que encontré desde niña en el diccionario sin mucho significado concreto para mi vida. No recuerdo la primera vez que la escuché, sin embargo, sí que recuerdo los primeros anhelos de libertad que experimenté en mi vida y estos no tenían nada que ver con esa libertad “universal” que me enseñaron en la escuela. La libertad que yo conocía tenía más que ver con los saberes y deseos que me han heredado las mujeres que me preceden y acompañan.
Tenía unos 12 años la primera vez que habité en el mismo hogar que mi abuela materna, no tenía mucho tiempo que mi abuelo había fallecido y mi abuela empezó a vivir itinerantemente en casa de mi tía y de mi madre, las dos mujeres más jóvenes de todxs sus hijxs. Empezar a vivir con mi abuela en otra ciudad no tenía nada que ver con las vacaciones que yo pasaba constantemente en Yalálag, en donde mis interacciones con mis abuelxs se limitaban a las traducciones que escasamente hacían nuestros padres entre ellxs y mi hermana y yo. Fue hasta que mi abuela empezó a vivir con nosotras que me di cuenta de lo abismalmente violento que era no poder platicar con mi abuela, preguntarle sobre su infancia, sobre sus vivencias, sobre sus esperanzas, sus dolores o sobre cómo se imaginaba nuestro futuro, qué deseaba para ella y para nosotras. Ese hecho siempre me había dolido, todavía me duele, pero hasta hace poco he podido enunciarlo.
Con todo y lo completamente distópico que era el hecho de que mi abuela y yo no pudiéramos tener una charla, comenzamos a tener una relación muy cercana. Mi abuela cosió, tejió y bordó toda su vida para sostenerse y en casa nunca ha faltado una máquina de coser, agujas, hilos y telas de todo tipo, por eso y, ante la completa desesperación que le causaba que nos ocuparemos de nada más que las obligaciones escolares, me enseñó mi primer oficio: bordar.
Fue a través de los hilos que yo empecé a tener conversaciones con mi historia y la de ellas, a través de las puntadas que me enseñaban, los dibujos que me heredaban, pero también de la distribución económica que me tocaba por esas actividades, empecé a ganar un poco de dinero y comencé a elaborar joyería con alambres y piedras que compraba con el dinero que ganaba de bordar las blusas que mi abuela elaboraba y vendía. Las acompañaba aquí y allá a ventas de “artesanías”, entre semana frecuentábamos espacios como la facultad de antropología y, en ocasiones más especiales, librerías o centros culturales que nos permitieron conocer la lucha de mujeres de otros territorios. Este constante movimiento, además del ahorro que ya tenía en mi haber, me permitió considerar seriamente dedicarme a “las artesanías” en vez de hacer una carrera universitaria.
Sin embargo, ir con ellas a las distintas actividades de venta me permitió presenciar lo mucho que se batalla para vender a precios dignos o para lidiar con el racismo de las personas que dicen apreciar nuestras prendas. Presenciar todo esto me llevó eventualmente a doblegar por la insistencia de mis padres de estudiar alguna licenciatura y así me aventuré en una carrera que no tenía mucha idea de qué trataba pero que me daba el pretexto perfecto para migrar por segunda ocasión en mi vida y cada vez más lejos de la vida de mis abuelxs, buscando eso que llaman “mejor vida”, aunque sigo sin saber bien a bien a qué se refieren.
Preguntarme sobre la libertad para mí ha implicado preguntarme cómo han experimentado y añorado distintas libertades mi madre y mi abuela. Hablo de ellas porque de ellas he heredado muchos deseos, porque las he visto trabajar hasta la noche desde la primera hora de la mañana y aún así no encontrar tiempo para hacer lo que querían, pasar tiempo en lo que les gustaba, dedicarse tiempo con personas que amaran o simplemente disfrutar de lo que les hiciera felices, siempre parecían tener prisa y enojo. Yo he tenido estas dos sensaciones presentes desde que tengo memoria: prisa por recuperar todo lo que he perdido y enojo porque me lo han quitado de manera violenta.
Cuando le pregunté a mi mamá sobre cómo entendía ella la libertad en dill wlhall, me dijo que libertad eran esos momentos en que podía darse el tiempo o el espacio para hacer lo que deseara, y eso me hacía pensar en cuánto movilizaba el deseo. Por la historia de mi madre y de mi abuela he entendido que la libertad pasaba por tener herramientas para crear pero también recursos para disponer del tiempo, también he entendido que a costa de muchos sacrificios y opresiones que ellas han vivido yo puedo tener “las libertades” que conozco. El ejemplo más concreto es que he podido decidir sobre mi sexualidad y mi cuerpo desde muy temprana edad. Pienso también que muchos deseos que añoraba mi abuela para nosotras como tener una educación universitaria necesariamente pasaban a ser una prioridad a la luz de libertades otras que no se limitaban a escoger una carrera en la plantilla de la oferta universitaria: cómo saber caminar sin un mapa o reconocer quelites en el camino a la milpa para comer con una tortilla y salsa recién hecha. De todo esto, pienso que la libertad es algo que se sostiene, de manera que todxs encontremos esos espacios y tiempos de expandir nuestros afectos todo lo que deseemos, de hacer todo aquello que nos haga crecer, pero sobretodo de poder hacer uso de nuestro legado para imaginar futuros en nuestros propios términos, cuando desarmemos todo eso que nos han enseñado a desear.
Retrato de la autora: Ariadna Solís