Imagen: Naybil Estrella-Tzec

Por Nora Tzec-Caamal y Naybil Estrella-Tzec

Nosotras vivimos en la Región de los Chenes, municipio de Hopelchén, en el estado de Campeche, una región ubicada en el corazón de la Península de Yucatán, al sur de México.

Soy una mujer maya que, desde niña por la convivencia con mis abuelos maternos, aprendí que nuestras vidas giraban alrededor de la milpa, de nuestra comida.

Desde hace unos 25 años nuestra región se ha estado transformando, no solo vemos los cambios en la selva que se ha convertido en desiertos verdes, sino también en los animales e insectos que cada vez se ven menos, los cambios los percibimos en el clima, en nuestra madre tierra y desde luego en las formas de pensar, de ser mayas.

Desde los años 80 las semillas de maíz nativo han sido desplazadas por los maíces híbridos, las milpas se fueron perdiendo para producir en mecanizados cultivos como sorgo, soya y maíz de las empresas. Ha sido notoria la propaganda que se ha dado a la siembra agroindustrial en dónde solo hay ganancias para las empresas transnacionales que se han incrustado en nuestro territorio.

En la región hay una competencia entre estas dos formas de producir los alimentos (la convencional – la extractiva y la tradicional, la campesina). La agricultura convencional arrasa con los espacios para hacer milpa y con todo lo que la rodea, sobre explota y contamina el agua, mata al suelo y nos convierte en esclavos de nuestras propias tierras. Por el contrario, la milpa nos sigue dando vida, nos permite U Jeetsel le Ki’ki’Kuxtal (una vida sabrosa – un buen vivir).

Desde entonces, sin darnos cuenta, nos hemos encontrado ante una nueva colonización, una nueva conquista que nos arrebata nuestra forma de alimentarnos, de consumir lo que la milpa y la madre tierra nos ofrecía. También nos convence de que lo que nos ofrecen las empresas y los gobiernos es lo mejor, que esas semillas “mejoradas” son las que tenemos que sembrar. Cuando te das cuenta de que todo lo anterior no es verdad, a veces es demasiado tarde, ya sin tierras y sin nuestras propias semillas, el camino para algunos es aceptar y recibir, es entonces que se consuma la nueva colonización, cuando nos volvemos esclavos en nuestras propias tierras.

Y ahí estamos las mujeres, nosotras las mayas que nos negamos a esta nueva forma de colonizarnos, nos rebelamos contra estas formas impuestas por el capitalismo, recordamos cómo nuestras abuelas y abuelos vivieron muchos años, que vivieron de la milpa.

Nuestro rol en la comunidad… en el campo, aun sin los privilegios de ser dueñas de los medios de producción y de la tierra es innegable, somos cuidadoras de la vida, de la comida y de las semillas.

Los alimentos nos dan fuerza, nos dan vida, una abuela me decía que, si un alimento no está fresco, nos hace mal, nos enferma. Esto es opuesto a lo que la comida industrializada nos ofrece, es contradictorio a lo que como pensamos en los pueblos. Cuando sembramos y preparamos nuestros propios alimentos sabemos que están bien, que además nos darán salud. Hablar de alimentación es hablar de salud, y de la forma en cómo cultivamos nuestros alimentos, en cómo también cuidamos nuestras semillas, y cuando queremos sanar ahí también están nuestras plantas que nos da nuestra madre tierra.

En la comunidad decimos que para estar bien necesitamos Toj Óolal (tener derecho nuestro ombligo – estar en equilibrio) así nos referimos a que los alimentos nos permiten estar bien tanto en el cuerpo, en los pensamientos y en nuestras relaciones en comunidad. La milpa nos da diversidad no solo de alimentos, sino también de formas de curarnos y de relacionarnos al ser un espacio en dónde compartimos los conocimientos, en dónde aprendemos de la vida y de nuestros valores familiares, desde nuestra forma de ser pueblo.

La milpa entonces es el espacio en dónde se vincula el maíz y el pueblo. Con el maíz la madre tierra nos alimentas, por eso es Ix’iim, el seno de la mujer que nos alimenta, por eso le agradecemos cuando hacemos nuestras ceremonias (Saka’, ch’a’a chak, jo’olché, uajikool). Toda nuestra vida gira entorno a la milpa.

Las semillas nos permiten recuperar nuestra memoria ancestral, comprender nuestro origen y hacernos cargo de las encomiendas de cuidarlas. Nuestro ser pueblo se mantiene a partir de la disponibilidad de las semillas, de la diversidad. La agresión de la agricultura industrial basada en “paquetes tecnológicos” y “semillas mejoradas-patentadas” es una agresión profunda contra nuestros pueblos.

Decimos que la preservación de nuestras semillas, las nuestras, las heredadas por nuestros ancestros, determina nuestra permanencia como pueblo maya, de preservar la relación sagrada con las semillas y la madre tierra. Nos permite revivir y mantener nuestros principios como pueblo, de agradecer, de compartir y de vivir en colectividad. No hay pueblo sin semillas y no hay semillas sin pueblo.

Retrato de las autoras: Autorretrato

Imagen: Esperanza González

Por Esperanza González

Nunca se imaginó que su voz pudiera escucharse en un equipo de radio y que ella misma se escuchara, le daba pena y emoción, sus nietos llegaban alegres a decirle “mamá Melita, estás en la radio”; sus cuñadas y sus hijas sonreían, una risa escondida pero llena de explosión, era mágico el momento familiar, creo que es ahí donde descubrí el valor de la radio comunitaria, cuando logra conectar emociones con la vida cotidiana, cuando se pone al servicio de la sociedad y promueve las relaciones armoniosas entres los miembros de una comunidad, cuando recupera los conocimientos, cuando impulsa una relación de respeto con la madre tierra. Melita hablaba del cuidado del maíz, de ese grano que nos alimenta y que ella cuidaba con recelo y así lo compartió con el pueblo, con otros pueblos.

En la temporada de cosecha y limpia de mazorcas, grabé a mi tía abuela desgranando maíz y comencé a preguntarle cómo cuidaba su maíz, ella me lo contó en ayuuk, en el ayuuk del bajo mixe en Mokaaynyëë; me dijo que la semilla era sagrada, que se tenía que ir separando mazorca por mazorca, se le hablaba, se le daba la bienvenida a la casa, se le recibía con alegría y por eso debía de levantarse y no pisarse. Ellas iban a ser el alimento de la familia, lo nutriría y daría fuerza para seguir trabajando. La limpia de las mazorcas duraba días, a veces semanas, dependiendo de la cantidad cosechada, pero se tenían que dar prisa a recoger antes de que cayera la primera lluvia de mayo o las plagas como el gorgojo. Iban contra reloj, después de todo el trabajo en el campo, seguía el trabajo de las mujeres en seleccionar cada mazorca, separar con delicadeza las semillas que volverían a la tierra para ser germinadas, otras que serían alimento de los animales de traspatio y finalmente las que se usarían hasta que llegará la siguiente cosecha. Es un trabajo pesado, muchas mujeres se levantan a las 2 o 3 de la mañana, dicen ellas que para que el ahuate no les pese cuando salga el sol, así que tienen que ser rápidas pero cuidadosas de que no se les pase una semilla dañada porque esa puede contaminar a las demás.

En medio de ese trabajo, entre el ahuate, las hormigas y el calor insoportable de la primavera, me acerqué a tía Melita, platicamos mientras ella seguía seleccionando su maíz. Con su testimonio reunido (lo escuché una y otra vez), construí una cápsula radiofónica, la intención era hablar del maíz y su importancia en la vida de los pueblos ayuuk, mandé la cápsula a la Radio Comunitaria Ayuuk que estaba en la cabecera municipal y pronto empezamos a escuchar que ya lo transmitían.

Recuperar el sonido de la cotidianidad de la comunidad fue, digamos que sorprendente para quien lo escucha en la radio; cuando mi tía abuela se escuchó hasta lloró de la emoción y lloraba porque a veces nuestra cotidianidad pasa desapercibida; en la radio comercial, se escucha de todo menos lo que piensa la gente, lo que siente y lo que hace. Es una actividad simple, es la vida cotidiana, y pareciera que es una tarea diaria la que se hace con el maíz, pero escucharlo en un aparato le infunde otro valor, le da otro significado. Es nuestro derecho escuchar nuestras propias historias, hacer uso de eso que se llama derecho, ése es nuestro primer acercamiento a la información.

Otras historias comenzaron a salir alrededor de ese relato que Melita compartió y desde ahí descubrí que contar historias nos ayuda a conectarnos con otras y con otros, nos permite expresar nuestra vivencia. Ejercemos nuestro derecho que tenemos mujeres y hombres a expresarnos en nuestra lengua, a usar un medio propio, nuestra oralidad.

Y desde ese ejemplo, pienso que ha sido fundamental el papel que se ha hecho en los medios de comunicación comunitaria, esta experiencia cotidiana marcó la vida de muchas mujeres, de ahí aprendí que las mujeres estamos en la agenda y toca defender lo que pensamos y sentimos, porque hemos estado en medio de un sistema capitalista y patriarcal que nos tiene hundidas y no nos permite salir de ahí.

Desde mi propia raíz ayuuk, la oralidad y la memoria acompañan el día a día, se van tejiendo en colectivo, la voz no se queda en lo individual, se comparte, son todas esas voces que hacen un mismo sonar; ése es un principio del derecho a la información que universalmente tenemos y ejercemos cotidianamente.

Retrato de la autora: Archivo personal

Niña comerciante

Por Natalia Toledo

Pueblo zapoteco

“¿Van a comprar tortillas?”. El hilo de mi voz entraba a los corredores y a los patios de las casas de los pescadores. Vender las tortillas que hacía mi abuela era empezar con el rocío de la madrugada, mientras el maíz hervía xpoco xpoco en la lumbre. 

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Imagen: Francisco Toledo

Por Natalia Toledo

A todas las mujeres que llenaron mi canasto.

“¿Van a comprar tortillas?”. El hilo de mi voz entraba a los corredores y a los patios de las casas de los pescadores. Vender las tortillas que hacía mi abuela era empezar con el rocío de la madrugada, mientras el maíz hervía xpoco xpoco1 en la lumbre. La observaba trenzar sus cabellos con listones del color de su enagua y ponerse su huipil de algodón con grecas de cadenilla para ir al molino. Su cadera frondosa y su cintura pronunciada hacían que la tina de maíz lavado se detuviera con su brazo. Mi abuela Áurea caminaba como si tuviera un puntal en la espalda. Al regresar, la leña del horno crepitaba yéndose al fondo de la olla de barro.

Desde la hamaca la veía hacer las tortillas; apenas las pegaba dentro de la olla, se desprendían porque el carbón estaba al rojo vivo. Ése era el momento en el que llegaban las vecinas para cocer su pescado o su beladoo,carne de mecate que mi abuela enrollaba en un pedazo de fierro: una serpiente de carne con ajo, achiote y limón. Poco a poco se llenaba la casa de mujeres y niños para comprar tortillas. En dos horas mi abuela terminaba diez litros de maíz. Cuando sobraban tortillas, ella las acomodaba en forma de flor en mi canasto, después las tapaba con una manta delgada que todos los días lavaba y, antes de salir de la casa, con sus manos hacía una cruz sobre el canasto y decía “oro y tesoro”, y me volteaba a ver a los ojos: “Tus pies son de niña; vuelve pronto, hija mía”. Engarzaba el canasto a mi brazo y me iba caminando entre las casas hasta que no quedara ni una sola tortilla. Una de las mayores alegrías que he tenido en mi vida es ver la cara de las mujeres de mi casa contando el dinero de la vendimia.

Cuando mis tías y mi mamá llegaban de viaje, ellas iban a las ferias a vender cervezas, comida istmeña o curados de ciruelo y nanche. Casi siempre llegaban de madrugada; mi abuela salía a recibirlas y a ayudarlas con sus bultos. Todos los niños que parió esa casa las abrazaban porque eran nuestras mamás y porque siempre era una fiesta verlas de regreso, escuchar sus anécdotas y sus novedades. Mi abuela ponía café y nos lo servía en jícaras a las tres de la mañana.

Tengo una imagen en mi memoria: sobre la cama, la única cama que existía en la casa, mi mamá Olga y mi tía Rosy volcaban maletas de dinero. Mi abuela hacía torres de monedas, contaba todo con una gran sonrisa en la cara y lo guardaba en un velís bajo la mesa de santos. De todo lo que traía mi mamá de sus viajes por Centroamérica, subía un canasto en mi cabeza y me iba a vender; el canasto siempre fue el mismo, sólo cambiaba la mercancía.

A la par, mi mamá tenía un taller de hamacas y bordados. Para las hamacas, sus trabajadores eran hombres. Ella les pasaba las madejas de hilos de algodón que teñía para su combinación. Era muy bello ver a una mujer entre los trabajadores, diciéndoles qué hacer y que se apuraran porque ella iría a entregar las hamacas el fin de semana a las jarcierías de la ciudad de Oaxaca. Después se iba a su bastidor a bordar flores para los trajes que le encargaban otras mujeres. Mi primer traje me lo hizo mi madre cuando aún no nacía, mi traje tiene mi edad y todavía lo conservo.

En las tardes, mi abuela y yo metíamos cocos al horno porque el calor ayuda a desprender su gruesa capa, rallábamos la fruta y en una mesa destartalada mezclábamos harina y agua, con una botella de vidrio estirábamos la masa para hacer ruedas de harina que mi abuela freía en un sartén. Preparaba el coco con azúcar y trozos de piña. Cuando el coco enfriaba, hacíamos las tortitas y, al final, les esparcíamos un poco de color rojo natural, después me iba a vender.

Un día, imitando a las pescadoras que hacían sus ventas con una tina de metal sobre la cabeza, subí mi charola de tortitas de coco a la mía y la solté para empezar a caminar como esas mujeres garbosas. Era el mes de octubre, mes de los vientos, así que mi charola salió volando con todo y tortitas; todos los niños se juntaron como hormigas a comer el dulce de coco. Claro que no pude rescatar ni uno. Sentí pena por mi abuela y tardé en entrar a la casa, ella me llamó y me dijo: “Entra, no te voy a regañar”.

Cuando llegaba el 17 de noviembre, es decir, mi cumpleaños, mi abuela me regalaba huipiles; mi mamá y mi madrina de bautizo, un par de aretes de oro o alguna cadenita. Siempre preparaban enchiladas de mole rellenas de pollo, también había pastel y piñatas.

Ayudar a las mujeres de mi casa a vender lo que elaboraban fue para mí un gran aprendizaje; por eso cuando crecí, seguí haciéndolo. Tengo amigas que estudiaron mucho y, si no encuentran trabajo en lo que se especializaron, no saben qué hacer para ganarse la vida. Al contarles todo lo que vendíamos los niños de Juchitán, me dicen que eso es explotación infantil, que no tuvimos infancia. Yo nunca lo vi así porque crecí entre personas que todo lo hacen en comunión con los otros. No puedes sentarte a ver mientras los demás hacen todo.

Y por supuesto que tuvimos infancia. Nos íbamos a jugar todo el día con los vecinitos y volvíamos a casa solamente cuando daba hambre.

1 El sonido que hace el maíz cuando hierve, según mi abuela Áurea.

Retrato de la autora: Gina Mejía