Cuidar la vida es cuidar la tierra

Por Maricela Zurita Cruz

Pueblo chatino

En primer lugar quiero agradecer y pedir permiso a mis ancestras, ancestros y todas las almas presentes más allá de lo terrenal, por las palabras que ahora tengo oportunidad de plasmar aquí y me disculpo si algo de lo que se dice pudiera ofender o lastimar a alguien.

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Imagen: IstmoPress

Por Maricela Zurita Cruz

En primer lugar quiero agradecer y pedir permiso a mis ancestras, ancestros y todas las almas presentes más allá de lo terrenal, por las palabras que ahora tengo oportunidad de plasmar aquí y me disculpo si algo de lo que se dice pudiera ofender o lastimar a alguien; en segundo lugar, agradezco y me disculpo con quienes me leen[1], puede que coincidamos, puede que no, pero lo importante es la oportunidad de compartir nuestras ideas.

            Decidí estudiar educación porque estoy convencida de que es una herramienta poderosa para transformar las realidades que incomodan y a mí me incomodan muchas cosas, principalmente el racismo, el machismo, el clasismo, el adultocentrismo y la violencia que generamos sobre nuestra casa común que es la Tierra. En ese camino, en agosto de 2019 y para cumplir el principio de paridad de género, fui nombrada en Asamblea Comunitaria para cumplir con el cargo de Regidora de Ecología por un periodo de tres años. Con la claridad de que a la comunidad sólo hay que cumplirle, renuncié a mi trabajo en la ciudad y regresé.

            En San Juan Quiahije es la primera vez que se abre una Regiduría de Ecología, no había antecedentes de cómo cumplir con ese cargo, tocó buscarle, pensar hacia dónde o cómo; tenía como insumos el Acta de Sesión de Cabildo donde se acordó la creación de la Regiduría, el acta de Asamblea Comunitaria con mi nombramiento y un Plan de Manejo Integral de Residuos Sólidos 2019 y, por lo menos en los primeros dos documentos, se hablaba del problema de la contaminación y de la cantidad excesiva de basura que se generaba. Así que decidí retomar eso como un eje importante, lo demás fue resultado de mis memorias ancestrales, de los aprendizajes con las organizaciones con las que había colaborado, de los diálogos con mi mamá, de los encuentros con hermanas indígenas, las charlas con mis compañeros de Cabildo y de lo que ya ponía en práctica en mi vida personal y familiar. En todo eso, la salud y la vida eran lo central.

            Tristemente, en Quiahije también nos ha alcanzado el modelo consumista. Consumimos sin saber si es bueno o malo para nuestro cuerpo o para nuestro entorno, sólo nos dejamos llevar por lo visual y por la publicidad que nos venden los medios de comunicación. La migración nos trajo beneficios, pero también nos hizo aspirar a modelos de vida nada sustentables, hizo sustituir las ausencias por cosas materiales. Así, poco a poco, nos fuimos desconectando de la tierra, nos fuimos olvidando de nuestra salud personal, familiar y comunitaria.

            En el intento por recuperar nuestra memoria y nuestras prácticas ancestrales, el 16 de enero de 2020 decidimos en Asamblea prohibir el uso de bolsas de plástico de un solo uso, vasos y platos desechables y refrescos en envases de plástico (excepto presentaciones familiares); el 09 de febrero de 2020 como resultado de una reunión de comerciantes no sólo por la cantidad de basura que se generaba sino también por los daños a la salud, se acordó prohibir la venta de chicharrines, sopas maruchan, frituras de Sabritas y Barcel y en diciembre de 2020 se prohibió la venta de pañales desechables. Dar cumplimiento a esto no ha sido fácil, pues no sólo implica tener recursos para sensibilizar, también hay personas que se resisten al cambio y como sociedad no reflexionamos que nuestro modelo de consumo atenta contra la salud individual, colectiva y el medio ambiente.

            No todo se resuelve con prohibir cosas, hay que accionar para revertir el daño que ya hemos hecho y ahí es importante el saneamiento de los cuerpos de agua, reforestar, dar un tratamiento adecuado a las aguas residuales, fortalecer la soberanía alimentaria con la apertura de mercados para los productos locales, entre otras muchas acciones.

            Desde nuestra experiencia, el trabajo colectivo y la autogestión nos han ayudado en este camino. El Estado exige dar cumplimiento a los acuerdos y tratados internacionales enfocados a sanar la Tierra, pero muchas veces no asume su papel de proveer los recursos para tal fin y ni exigen a las empresas trasnacionales hacerse responsables de los residuos que generan, por eso, es importante recuperar y fortalecer las prácticas que nos han hecho resistir como pueblos que además han sabido cuidar la vida y el territorio. No se trata de descubrir el hilo negro, sino de mirar la historia de la comunidad y de abrirse al diálogo, pero sobre todo se trata de escuchar y proponer con el corazón.

            También nos ha ayudado involucrar a la niñez y juventud en acciones de educación ambiental. Ellas y ellos empiezan a mirar los efectos de nuestro actuar en su vida y, por lo tanto, son capaces de accionar. Otra herramienta de apoyo ha sido apropiarnos de la tecnología y de los medios a nuestro alcance usando nuestra lengua chatina, hemos usado recursos como el perifoneo o la difusión de mensajes en WhatsApp o Facebook.

            Tenemos muchos retos y falta mucho por hacer, pero personalmente me alegro de caminar por las calles de Quiahije y no ver la cantidad de basura que solía ver; de mirar cómo cada sábado las personas llegan con sus residuos clasificados; de observar cómo las personas llevan sus recipientes o bolsas para sus productos; de quienes acuden los domingos a vender o comprar cosas locales; de quien practica lo aprendido en talleres de elaboración de chiles en escabeche o mermeladas; etc.

            Sanar a nuestra comunidad es sanarnos a nosotras o nosotros mismos, sanar a nuestras familias y a nuestro planeta. Por ejemplo, las dos o tres mujeres que estamos empezando a usar copas menstruales para nuestra salud sexual no sólo estamos generando menos basura y contaminando menos la tierra, estamos liberando a nuestro cuerpo de sustancias que nos hacen daño; las personas que se curan con medicina tradicional cuidan su dinero y no contribuyen a contaminar la tierra con productos que vienen en envases que luego no se pueden degradar fácilmente; los comercios que ya no ofrecen bolsas de plástico de un solo uso, cuidan de su economía y se vuelven responsables con el entorno que les rodea.

            Ojalá que pronto entendamos que lo que consumimos está directamente relacionado con nuestra salud individual y colectiva. Ojalá no nos tardemos mucho para demandar, exigir y actuar; de eso depende la continuidad, la reproducción de toda forma de vida y de nuestros pueblos frente a un sistema que nos saquea en todos los sentidos.


[1] En Quiahije, antes de tomar la palabra en una Asamblea o acto público, siempre se pide permiso, se agradece y se ofrecen disculpas, primero a Dios y después a las personas presentes. Es como un mecanismo de protección y de aperturar el diálogo, incluso si no coincidimos en ideas.

Retrato de la autora: Archivo personal

Imagen: Jocelyn Cheé Santiago

Por Jocelyn Cheé Santiago

Ni guicaa Pablo Cheé

Guendanazaaca es la palabra zapoteca que usamos para nombrar la salud. Guendanazaaca la enuncia en su sentido amplio: bienestar físico y emocional. Cuando la gente pregunta Xi nuu xa lu’ —¿cómo estás?—, decimos nazaaca para contar que estamos bien.


            Cuando pienso en guendanazaaca pienso en las luces dóciles con el viento de las veladoras del altar de mi vecina Na’ Lepo, curandera, cuando la iba a ver de niña, pienso también en las luces parpadeantes de un electroencefalograma de hace unos meses, pienso en los rostros aleatorios de Na’ Lepo, sus santos y también en los rostros de mis doctores. Hierbas, consultorios, análisis clínicos, medicamentos. Pero guendanazaaca también significa “incertidumbre”. Hay mares de incertidumbre dentro de la palabra “diagnóstico”. Mares en los que me sumerjo mientras escucho las indicaciones del especialista para realizarme unos análisis clínicos que me dejen saber. Llevo años habitando un cuerpo con dolor articular y físico insoportable. 


            La mera coexistencia de estos recuerdos enuncia una realidad latente en la mayoría de nuestros pueblos, un constante habitar entre dos fronteras: la práctica biomédica que conocemos de consultorios y médicos, y la otra: la de hierbas, tés, algunos santos, la que heredamos, como la que me contó mi abuela del guiedanna y del yána’.


            Este continuo habitar fronterizo que podría ser poético a lo lejos es más complicado de lo que parece. Entre los flujos que alimentan esta frontera que habito, y habitaré siempre, se encuentran la búsqueda del bienestar y la respuesta a los males que aquejan nuestros cuerpos; la necesidad de detectarlos y nombrarlos, pero también la de poder entenderlos en el marco de lo que vivimos y creemos, en términos de la enfermedad de la nostalgia, xilase.


            Para llegar a todo esto es necesario cuestionar a las prácticas que dan forma a esta frontera. ¿Qué nos lleva a estar de uno u otro lado? ¿Cuáles son las brechas por las que caminamos? ¿En qué se parecen o discrepan un altar como el de Na’ Lepo y un consultorio médico?


            Se me viene otra vez un recuerdo: el hermano mayor de mi abuela, cuya lengua materna era el didxazá, se enteró de su diagnóstico un día antes  de su muerte. Hasta donde sé, los dolores por la insuficiencia renal terminal son fuertes y el cuerpo no me da para imaginar todo lo que tuvo que haber pasado antes de morir. ¿Cómo llegó mi abuelo ahí?


            Pienso que definitivamente era imposible para él describir sus dolores y lo que sentía, sentarse en un consultorio, donde la mayoría de los médicos no hablan nuestra lengua, y expresar su malestar. ¿Cómo enuncias el dolor o las molestias cuando los órganos incluso se nombran distinto?


            Si bien alguna de nosotras pudo ser un puente para esto, ¿cuántos puentes son necesarios para que todos puedan nombrar aquello que padecen? El caso de mi abuelo no es un caso aislado en la búsqueda de guendanazaaca; es un ejemplo de muchos. Hay una deuda de la práctica biomédica para con nosotros y es preciso nombrarla.

            Es muy atractivo renegar de la medicina tradicional para reafirmar los propios conocimientos científicos, pero casi siempre se hace sin llegar a un análisis realmente profundo o de una perspectiva interseccional. Se señala y se rige desde una práctica científica positivista que aboga por la labor exacta y precisa que se lleva a cabo en los consultorios. No obstante, esa misma práctica médica es la que camina de lado con la colonización, la violencia obstétrica y la epistémica que surge contra quienes enfermamos y que desde hace más de un siglo piensa en enfermedades, en síntomas y en funcionalidades pero nunca en enfermos.

            La frontera que habitamos es cada vez más amplia, como una mancha urbana , y parece que habitarla o no, no es una decisión, más bien, se extiende un tanto por cada día que hicieron falta puentes para hablar y describir lo que siente cada quien en el cuerpo, cada día que se opta por no simplificar el lenguaje médico, cada día que los saberes heredados son tratados de superstición, cada día que se ignora que hasta ahora esas supersticiones han sido la única alternativa y otra manera más de resistir en la búsqueda de guendanazaaca.

            He perdido la cuenta de quienes —amigas, conocidos, vecinos, colegas— me hablan del té de yerbasanta y del jarabe de morro, del té de oreganón, de beber maguey morado para desinflamarse, de la albahaca y del árnica. El dolor es una dimensión en la que muchos habitaron/habitamos, cada uno desde su propio cuerpo. Yo lo habito aquí, en este cuerpo fronterizo. Los que habitamos esta frontera sabemos que con la Covid-19 la magnitud se expande como una zanja que estremece la tierra y el precipicio está hecho de la escasez de servicios de salud, en la ausencia de hospitales, en los médicos que no tienen abasto, en la imposibilidad de conseguir tanques de oxígeno. Pero también sabemos sobre nuestro dolor y nuestra enfermedad. No sé cómo se cura algo que podría decirse que es xilase o podría denominarse como una enfermedad rara desde lo biomédico, pero en ese mar de incertidumbre, el olor a hierbas hirviendo en una olla y el recuerdo de las manos firmes de Na’ Lepo. Las veladoras y los santos son, definitivamente, como yo sueño con la sanación, cuando me da el cuerpo para hacerlo. Ésa es una de mis verdades, la otra certeza que me queda es que si hablamos de salud, tenemos que hablar de desigualdad.

Retrato de la autora: Said Sánchez Andrade

Imagen: Alonso Pesado

Por Amelia Chan Díaz

Hablar sobre la salud abarca muchos aspectos que van contribuyendo con la mala calidad de la salud de mi comunidad y de otras comunidades. Estos aspectos se relacionan con la alimentación y el sedentarismo.

Antes se consumían alimentos naturales sin químicos ni pesticidas, eran alimentos que se cosechaban en las comunidades. En el caso de nosotros, los cucapá, antiguamente vivíamos sobre el lecho del Río Colorado y las personas sembraban verduras, frutas y consumían lo que el río les daba, el pescado y las aves abundaban. Lamentablemente hoy en día el Río Colorado se encuentra ya sin agua, un líquido vital para la sobrevivencia de nuestra gente. La causa de que el río ya no lleve agua es porque Estados Unidos hizo sus presas y ya no dejan pasar agua hacia México, todo esto ha hecho que nosotros no tengamos acceso ya al sustento para cada una de nuestras familias. Además, los horticultores hoy en día utilizan muchos químicos para que sus productos tengan mejor apariencia, pero con eso nos hacen mucho daño a la salud.

Aunado a eso, hay que considerar el sedentarismo de hoy en día, por la comodidad de tener un vehículo ya no somos capaces de salir a caminar. Antes, salíamos a visitar a la familia y lo hacíamos caminando o a caballo, muchas veces se oscurecía a medio camino, así también salían a pastorear al ganado y cazar al monte, pero ahora en mi comunidad ya no hay monte porque los agricultores han removido todo, los árboles, los mezquites y el palo verde que antes abundaban y que nos servían para descansar de todo el trayecto que hacíamos caminando han desaparecido; de igual manera, se iba a la recolección de plantas medicinales cuando alguien se enfermaba porque había personas que sabían que eran los curanderos de la comunidad.

 Todo eso ha tenido como consecuencia la mala calidad en la salud, hoy en día las enfermedades van en incremento, muchos tenemos diabetes, hipertensión, y enfermedades del corazón cuando antes no se conocía nada de eso. La mayoría era más saludable y no teníamos obesidad como sucede hoy en día. La enfermedad más frecuente que se está experimentando es la diabetes, por este padecimiento a muchas  personas ya les hace falta alguna parte de sus extremidades por lo que necesitan usar sillas de rueda. De igual manera, la adicción a las drogas entre los muchachos va en incremento cada día y no sólo sufrimos estas enfermedades, junto con ellas vienen otras como el cáncer, los problemas renales y muchas más.

No tenemos acceso a la educación necesaria para prevenir las enfermedades más frecuentes, no tenemos servicios médicos de buena calidad que nos puedan ayudar con pláticas para esta prevención tan necesaria. También hacen falta medicamentos controlados y si necesitamos los servicios médicos de tercer nivel tenemos que ir hasta Hermosillo, Sonora, que nos queda a ocho horas de camino y somos atendidos solo si cuentan con los servicios que estamos requiriendo. Muchas veces no es posible ir hasta allá por falta de recursos económicos, necesitamos que los servicios médicos se acerquen más a nuestras comunidades con todo lo que requerimos, desde lo más mínimo, hasta tener los medicamentos necesarios para cada padecimiento.

Retrato de la autora: Omar Guerrero