Foto: Tierra. Tomada por Yeimi López
Por Yeimi López
Cuando se habla de tierra, lo primero que viene a mi memoria son los relatos del abuelo, el papá de mi papá, quien recorrió y conocía, uno a uno, los linderos de nuestro pueblo, allá en tierras Ñuu savi.
También recuerdo que hay quienes habitamos tierra ajena, que un día nosotros o nuestras madres y padres decidieron tomar sus pertenencias, ponerlas en una mochila o caja de cartón para salir de su terruño e ir a trabajar otras tierras. Aún en esas tierras lejanas de aquel lugar en donde la neblina lo cubre todo en las tardes, en donde suena el río y se puede recoger la fruta de los árboles en el camino, se oye la voz de nuestras abuelas y abuelos. Sobre todo, cuando corría la lluvia, cuando caía el rayo y el relámpago iluminaba la noche, mi padre nos decía: “contaba mi padre…”, mientras mi madre buscaba las velas y los fósforos para iluminar un poco el lugar donde habitábamos. Entonces escuchaba junto a mis hermanos lo que mi padre había escuchado de voz del abuelo. Para mí, era inevitable trasladarme al territorio Ñuu savi, imaginar los parajes y linderos recorridos por mi abuelo pues los relatos giraban en torno a las tierras, al territorio, a los múltiples conflictos territoriales que vivían los pueblos Ñuu savi, a los enfrentamientos armados entre pueblos hermanados.
Los hombres y las mujeres se organizaban para defender sus territorios; a la memoria me vienen las palabras de mi padre: “las mujeres se iban lejos a cocinar, para que no se viera el humo de la leña cuando echaban las tortillas, mientras los hombres se preparaban para incursionar al pueblo vecino que había invadido sus tierras.” El escenario que imaginaba al escuchar eso no podía ser más desolador: casas quemadas, cuerpos tirados en la tierra que se teñía de rojo, imágenes de santos y campanas de la iglesia que eran tomados como trofeos entre un pueblo y otro.
Muchos años después, encontré en diversos repositorios documentales el testimonio de esto, escrito en diferentes oficios, en los cuales se pedía la intervención del ejército para parar más de treinta años de conflicto territorial que se había transformado en un campo de batalla en los linderos. Mi asombro era tal que no podía sino recordar las palabras del abuelo: “nuestros pueblos estuvieron en guerra”, guerra que en algún momento se pensó solucionar con la obtención de un documento llamado “Resolución presidencial”. Fue entonces que comenzó una etapa distinta en la lucha por la tierra. Se reunieron los documentos necesarios, salieron de un viejo envoltorio de piel los documentos antiguos, ésos que daban cuenta de la lucha en los Juzgados de Primera instancia, ante la Corona de Castilla y que habían pasado de mano en mano para ser resguardados celosamente en el viejo mueble de madera; un mueble en donde estaban también los inventarios de los objetos que se consideraban bienes de la comunidad, inventarios escritos en viejos libros en donde relucían las firmas de los encargados de resguardar esos bienes.
Se recorrió nuevamente el territorio, esta vez en busca de llegar a acuerdos con los pueblos vecinos, tratando de establecer los límites concretos, de poner con la “Resolución presidencial” una suerte de frontera que resultaba más imaginaria que real entre pueblo y pueblo. Ésta no era la primera vez que se intentaba establecer límites entre unos y otros; en Oaxaca, las Leyes de Reforma, el reglamento de 1862 y las etapas de municipalización habían orillado a los pueblos a establecer sus límites. Los resultados de todo eso, en múltiples casos, fueron más que catastróficos. Pretender la delimitación de pueblos que un día estuvieron unidos antes de la llegada de los conquistadores, los obligó a confrontarse entre ellos en aras de cumplir con lo decretado por el Estado nación. Todo esto abrió una honda herida entre pueblos vecinos que un día compartieron montes de uso común o aguas comunes en los ríos. Ahora tenían que marcar una línea que los separaba.
Deslindar, amojonar las tierras parecía la solución a los múltiples problemas ocasionados por conflictos territoriales, sin embargo, en algunos casos, ello confrontó aún más a los pueblos. Haciendo memoria, he leído en algunos documentos, en diversos archivos, lo que han padecido aquellos pueblos que desde el inicio de la Colonia fueron expropiados de sus propias tierras, les quitaron sus aguas y ríos, ahora debían pagar una renta por sus propios bosques y por tomar el agua que se encontraba dentro de su territorio. Para protegerse, otros pueblos decidieron unirse.
Por todo esto, cada vez que voy a los archivos, aquí y allá, no puedo evitar recordar las palabras del abuelo, sus relatos sobre las tierras de nuestro pueblo, porque así empezó mi andar por tratar de reconstruir territorios, unas veces imaginados y tantas veces añorados por crecer lejos de nuestra tierra, de nuestra palabra y de nuestra lengua. Por eso, cuando hablo de tierra, cuando hurgo en esos lugares de la memoria, me acuerdo de ti.
Retrato: Itali Sarabia López