Foto: Tierra y agua. Gabriela Molina Moreno

Por Gabriela Molina Moreno    

Hantx mooca íímoz

Hant iti aayai quij ziix quih quisax cmaam isxeen o’azi quiixquim quih tax cmiis ihá,
iizáx ox he miaam haayaquej cöi,
xiica quistox imiipla yaaizi cmaax hant com iti imaalx cöi,
xiica quistox iizáx toyaaix hant iti’isoii ac tax icp àno ctiinloj ma tax ocötpaacta ma Hant Comcáac haapá ipiix iti amoii.

Hant moocoho ipi ncaa anso héhet zo tax ihmaa, hasatoj xa, xepe quih teeloj xa xiica caamotam hant caan ac àno cöi iizcöi, cocsar haapá xa caahtxiim izcöii anso ziix quih isamipaaloj ac taax oo quiy íha.

Haayaquej quih ox mooza 
hoopatj zo antiipa iimpín tax xiica quiistox iihistox com hant com cöemetiin iizcoi aa teemio, ziicalc xtaasi an com àno cöi coi ihiipooza quih impí x xiica caziil caalam xa teenzil istox antpaiilx quih tax mihí tax oo hsmiis ah aa,
xepe com haait ímo cpaazc xiica quistox imiipla yaaizi cöi tax iihaitx quih tax aa.

Híipaz quih ox inyoii; ¿zo popaacta ta coonsital aa te? Compiitaláx mooyacj xa, itihmiiha cmaam, inyaaquej quij tax cmihitaal aa tax oo ihsmiis ah aa.

Hant ihyaa quih ziix quih mos àno ámoz hanqueet quih tax iti moota ma hoyaat ih, iquisaax hapa zo tax ityaai ma iti ayaai, 
Tahejöc quij Comcáac quih ímoz quih tax caa.

Ziix quih icp saahanim ca z’ihma cocsar hapá cöi hant iti ayaai ízaax iti taazcam Comcáac cöi ihistox com hant com cöisatomitoj ta imaaizi, cocsar caaitaj quih iti caahajca iizcöi hacaiiz com itaaxcoj cmaajic xa xiica caziil cöi imiipla imaaizi.

El corazón de mis ancestros

Mi tierra es el vientre que nos engendró,
Así fue como me enseñaron los abuelos,
Aquellos que ya se fueron,
Aquellos que buscaban un lugar más justo para nosotros los de hoy,
Aquellos hijos de los que murieron peleando 
Para que nosotros tuviéramos este espacio, el cual habitamos al día de hoy.

Mi territorio no es simplemente las plantas, las montañas, las playas, el mar y los animales que hay en él, que tanto codician los hombres blancos y poderosos que solo vienen con el afán de destruir lo poco que nos queda, 

Los abuelos dicen que 
cuando escuchemos el sonido de las olas del mar son los pasos de los que ya no están físicamente con nosotros,
cuando escuches a los pájaros y las aves dentro de los manglares es como si escucharas los gritos y las risas de los niños que jugaron cuando todos los campamentos eran habitados,
el agua del mar es la sangre derramada de aquellos que asesinaron mientras defendían la tierra que hoy seguimos pisando, 

Por eso, un día mi abuelo dijo;
¿Cómo vas a vender todo esto? 
Si lo vendieras es como si vendieras a tu hermano, a tu madre, a tus abuelos, a tus tíos.

Mi territorio es el sitio sagrado en donde yacen los restos de aquellos que cayeron durante las guerras de exterminio, la Isla Tiburón es el corazón de mi gente pero también fue y sigue siendo el hogar de resguardo de mi Nación.

Queda vivo aún el recuerdo de cuando el hombre blanco llegó a querer acabar con toda mi gente, cuando los hombres que montaban a caballo mataron con lanza a nuestras mujeres y niños que quedaban en los campamentos de Tahejöc.

En memoria de todas y todos los que murieron asesinados de la forma más inhumana, a aquellas que acuchillaron para sacarle al hijo que llevaban en su vientre, a todas aquellas que lucharon hasta el último aliento, a las que les arrancaron el cabello para ponerle precio en las ciudades, a aquellas a las que violaron, 
A mis abuelas, a mis tías, a mis hermanas, a sus hijos,
A todas aquellas mujeres y niños que encontraron entre los matorrales, en las piedras, en el mar y en los campamentos a los que le prendieron fuego para que no tuviéramos a quién llorarle y que encontraron los guerreros a su regreso. 

Todos ellos son el recordatorio de que mi tierra y territorio no pueden venderse ni tienen precio.
Antes nos asesinaban con lanzas, con balas y cuchillos y ahora nos intentan exterminar con alcohol y drogas que entran a nuestras comunidades con la complicidad de las “autoridades” y “gobiernos”. 

Retrato de la autora: Yaz Molina

El grito de la tierra

Por Teresa Castellanos Ruiz

Pueblo nahua

La tierra es indispensable. Si sembramos la tierra, nos damos cuenta que gracias a ella comemos, gracias a ella tenemos maíz y frijol. En la mesa de los mexicanos hay calabaza, cebolla, chile, jitomate, arroz, maíz elotero, ejote y muchas cosas más. La tierra es la madre que nunca nos deja sin comer, es portadora de vida.

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Foto: Tierra. Tomada por Yeimi López

Por Yeimi López

Cuando se habla de tierra, lo primero que viene a mi memoria son los relatos del abuelo, el papá de mi papá, quien recorrió y conocía, uno a uno, los linderos de nuestro pueblo, allá en tierras Ñuu savi.

También recuerdo que hay quienes habitamos tierra ajena, que un día nosotros o nuestras madres y padres decidieron tomar sus pertenencias, ponerlas en una mochila o caja de cartón para salir de su terruño e ir a trabajar otras tierras. Aún en esas tierras lejanas de aquel lugar en donde la neblina lo cubre todo en las tardes, en donde suena el río y se puede recoger la fruta de los árboles en el camino, se oye la voz de nuestras abuelas y abuelos. Sobre todo, cuando corría la lluvia, cuando caía el rayo y el relámpago iluminaba la noche, mi padre nos decía: “contaba mi padre…”, mientras mi madre buscaba las velas y los fósforos para iluminar un poco el lugar donde habitábamos. Entonces escuchaba junto a mis hermanos lo que mi padre había escuchado de voz del abuelo. Para mí, era inevitable trasladarme al territorio Ñuu savi, imaginar los parajes y linderos recorridos por mi abuelo pues los relatos giraban en torno a las tierras, al territorio, a los múltiples conflictos territoriales que vivían los pueblos Ñuu savi, a los enfrentamientos armados entre pueblos hermanados. 

Los hombres y las mujeres se organizaban para defender sus territorios; a la memoria me vienen las palabras de mi padre: “las mujeres se iban lejos a cocinar, para que no se viera el humo de la leña cuando echaban las tortillas, mientras los hombres se preparaban para incursionar al pueblo vecino que había invadido sus tierras.” El escenario que imaginaba al escuchar eso no podía ser más desolador: casas quemadas, cuerpos tirados en la tierra que se teñía de rojo, imágenes de santos y campanas de la iglesia que eran tomados como trofeos entre un pueblo y otro. 

Muchos años después, encontré en diversos repositorios documentales el testimonio de esto, escrito en diferentes oficios, en los cuales se pedía la intervención del ejército para parar más de treinta años de conflicto territorial que se había transformado en un campo de batalla en los linderos. Mi asombro era tal que no podía sino recordar las palabras del abuelo: “nuestros pueblos estuvieron en guerra”, guerra que en algún momento se pensó solucionar con la obtención de un documento llamado “Resolución presidencial”. Fue entonces que comenzó una etapa distinta en la lucha por la tierra. Se reunieron los documentos necesarios, salieron de un viejo envoltorio de piel los documentos antiguos, ésos que daban cuenta de la lucha en los Juzgados de Primera instancia, ante la Corona de Castilla y que habían pasado de mano en mano para ser resguardados celosamente en el viejo mueble de madera; un mueble en donde estaban también los inventarios de los objetos que se consideraban bienes de la comunidad, inventarios escritos en viejos libros en donde relucían las firmas de los encargados de resguardar esos bienes.  

Se recorrió nuevamente el territorio, esta vez en busca de llegar a acuerdos con los pueblos vecinos, tratando de establecer los límites concretos, de poner con la “Resolución presidencial” una suerte de frontera que resultaba más imaginaria que real entre pueblo y pueblo. Ésta no era la primera vez que se intentaba establecer límites entre unos y otros; en Oaxaca, las Leyes de Reforma, el reglamento de 1862 y las etapas de municipalización habían orillado a los pueblos a establecer sus límites. Los resultados de todo eso, en múltiples casos, fueron más que catastróficos. Pretender la delimitación de pueblos que un día estuvieron unidos antes de la llegada de los conquistadores, los obligó a confrontarse entre ellos en aras de cumplir con lo decretado por el Estado nación. Todo esto abrió una honda herida entre pueblos vecinos que un día compartieron montes de uso común o aguas comunes en los ríos. Ahora tenían que marcar una línea que los separaba.

Deslindar, amojonar las tierras parecía la solución a los múltiples problemas ocasionados por conflictos territoriales, sin embargo, en algunos casos, ello confrontó aún más a los pueblos. Haciendo memoria, he leído en algunos documentos, en diversos archivos, lo que han padecido aquellos pueblos que desde el inicio de la Colonia fueron expropiados de sus propias tierras, les quitaron sus aguas y ríos, ahora debían pagar una renta por sus propios bosques y por tomar el agua que se encontraba dentro de su territorio. Para protegerse, otros pueblos decidieron unirse. 

Por todo esto, cada vez que voy a los archivos, aquí y allá, no puedo evitar recordar las palabras del abuelo, sus relatos sobre las tierras de nuestro pueblo, porque así empezó mi andar por tratar de reconstruir territorios, unas veces imaginados y tantas veces añorados por crecer lejos de nuestra tierra, de nuestra palabra y de nuestra lengua. Por eso, cuando hablo de tierra, cuando hurgo en esos lugares de la memoria, me acuerdo de ti. 

Retrato: Itali Sarabia López