Foto: Mujeres zapotecas en fiesta / Roselia Chaca

Por Roselia Chaca

Cuando se habla de trabajo entre las zapotecas del Istmo de Tehuantepec, inmediatamente me viene la imagen del ra racadxiiña’ cuya traducción al español, de manera literal, sería “el lugar del trabajo comunitario”, un espacio donde las mujeres se reúnen en torno de una fiesta, ofreciendo su tequio a los organizadores de una celebración social o religiosa para elaborar la comida que será repartida entre los invitados; el trabajo no tiene una recompensa monetaria, más bien refuerza los lazos de  hermandad y solidaridad.

Crecí corriendo entre las enaguas de mi madre, mis tías y abuelas, mientras participaban en esta forma de organización. En ra racadxiiña’ escuché por primera vez nombrar el sexo de las zapotecas como un conejo y la descripción jocosa del coito sexual, seguida de estrepitosas carcajadas. En este espacio público las veía dueñas de sí mismas, intrépidas, cabronas, aguerridas, blasfemas, arrebatadas, sin censura alguna, sin miramientos exponiendo  ante las otras  sus intimidades.

El comportamiento libre de las zapotecas en este lugar de trabajo comunitario me impresionó en mi niñez, así como ha impresionado y sigue impresionando a muchos viajeros y artistas que las filman y fotografían, mostrando ese  lado romántico y folclórico de las mujeres nubes (binnizá), una imagen comercial que se repite en otros espacios públicos como los mercados, las calles y las fiestas, en donde las zapotecas se ven fuertes, pero en el espacio privado, detrás de las puertas cerradas,  son silenciadas, humilladas y asesinadas.

Comenzar a escribir sobre esta realidad, desde mi posición como periodista, fue despojarme de toda la idealización, porque a las zapotecas las veía, me veía,  como nos ve el otro: desde las revistas, los libros, las pinturas y las fotografías. Me puse en su cuerpo, en la del extraño, por un momento me creí lo del matriarcado, el paraíso. 

Mientras escribo estas líneas veo frente a mí una fotografía de mi abuela materna, Na Elvia, una mujer cuyo trabajo fue el de ser viajera, es decir, realizaba viajes a otros estados como Chiapas o Veracruz, llegó hasta Centroamérica comerciando productos del istmo oaxaqueño, como muchas zapotecas de su tiempo. Además, ella alimentaba trabajadores en fincas algodoneras de Chiapas; pero, a pesar de ser  la principal generadora de recursos, la administración del dinero lo tenía mi abuelo, no era real la independencia económica que mostraba, tampoco asumía compromisos sociales sin el consentimiento del esposo, y así como ellas, la mayoría de las mujeres viajeras, salvo si eran viudas. La recuerdo llegar del mercado después de un día de trabajo como comerciante y sentarse frente al marido a contar la venta del día. Por mucho tiempo sólo vi, como la vieron los extranjeros,  a una mujer imponente sentada en su puesto de huaraches, poderosa, libre, que sí lo era hasta que llegaba a su casa. 

Después de caminar 17 años de la mano del periodismo por las comunidades zapotecas, mixes, zoques, huaves y chontales, entendí que aún mi abuela vivió ajena al folclor que retratan  los reportajes de las televisoras sobre las zapotecas, de los promocionales de turismo gubernamental, de las revistas y los periódicos. Entendí también que no bastaba generar dinero para ser independiente, peor aún si se es pobre, analfabeta o viuda, el panorama se vuelve más  desventajoso.

Como periodista observé que las mujeres indígenas con estas desventajas vivían despojadas de sus tierras y sus hijos, eran asesinadas a machetazos sin recibir nunca justicia, morían de cáncer por los celos del marido, por el machismo, no podían votar y ser votadas bajo la bandera de usos y costumbres, se les medía la  “honradez”, el “valor” y la virginidad por el hilo de sangre que dejaban en una sábana. 

Desde hace una década decidí escribir sobre esas mujeres, sobre las que rajan la tierra con un arado y no les pertenecen ni las piedras, las que trabajan en oficios rudos y son estigmatizadas, las que son señaladas por vender cervezas para sobrevivir, las que realizan un trabajo comunitario después de una tragedia como un terremoto y son heroínas anónimas.

El espacio de ra racadxiiña’ sigue existiendo; aunque modificado con el pasar de los tiempos, allí siguen imponentes las zapotecas, siguen impresionando con sus  estentóreas carcajadas y sus enaguas de flores, se mantiene el principal objetivo: la solidaridad y hermandad. De vez en vez participio, pero ahora, a diferencia de mi niñez, no sólo escucho sus intimidades, sino la violencia que sufren y lo escribo. 

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Roselia Chaca
Pueblo zapoteco

Roselia Chaca

Periodista zapoteca de Juchitán, Oaxaca. Estudió Literatura y Lenguas Hispánicas en la Universidad Veracruzana. Desde hace 17 años se dedica al periodismo. Actualmente es corresponsal de El Universal en Oaxaca. Entre sus reconocimientos, ha recibido el Séptimo Premio Nacional de Periodismo Rostros de la Discriminación “Gilberto Rincón Gallardo” en el área de reportajes en medios impresos en el año 2011.