Imagen: Archivo personal

Por Silvia Gabriela Hernández Salinas

Crecí mis primeros años con mis abuelos en Bajos de Coyula, Santa María Huatulco, una comunidad zapoteca de la costa oaxaqueña. Por ahí de 1985,  FONATUR presentó un proyecto para impulsar el desarrollo turístico de la región, este proyecto mostraba el desprecio al campesino y a la tierra mientras ofertaba empleos en el complejo turístico de las bahías. Así que robaron el agua del río hasta secarlo, intentaron meter la supuesta modernidad en nuestras tierras mientras el programa PROCAMPO metía pesticidas a los terrenos fértiles y con todo ello llegaron nuevas enfermedades.

            Mi abuela hablaba con las plantas, en esa relación a veces las regañaba o a la inversa, ellas regañaban a mi abuela. Así fue que inició mi conexión con otros seres vivos, especialmente con los insectos; casi siempre volvía a casa con mordeduras de hormigas a las cuales llamaba amigas todo el tiempo. Volvía con lagrimones en las mejillas porque “me picaron mis amigas” y vaya que muerden fuerte las condenadas hormigas negras. Mi relación de comunicación con otros seres vivos aún no era buena, mudarme después a la ciudad para estudiar lo hizo un tanto más complicado.

            Durante esos mismos años entró el maíz transgénico a nuestra región como un proyecto de subsidio alimenticio, esto afectó la nutrición e impulsó cambio de hábitos; al ir abandonando el campo tuvimos que comprar comida y con ello llegaron nuevas enfermedades, nos volvimos dependientes de las dádivas gubernamentales. Este proceso restó dignidad a la naturaleza y a todos los seres vivos. La modernidad lleva su ritmo pero nuestra identidad también lleva su práctica y no ha dejado  deshabitarse de nuestras costumbres, tradiciones, rituales y formas de reconocernos pese a que ha habido una imposición fatal de orden económico que nos mira como mercancía y mano de obra para reproducir el deseo por estándares inalcanzables.

            Por fortuna, donde no hay médico o doctor, la salud está a cargo de la sabiduría de los abuelos y las abuelas. En la cocina sabemos con qué hierba, mineral, animal o elemento natural podemos curarnos. Recuperar la identidad es una forma de no perder la salud, habitarse como un territorio primario compuesto de varios elementos. El cuerpo-físico es igual al territorio y nuestra espiritualidad no tiene que ver con la religión, sino con la relación entre las personas y el entorno natural. La identidad tiene que ver con el origen y el reconocimiento de nuestro ser, de nuestra cultura y dignidad, así como el equilibrio del reconocimiento a otras formas de vida distintas de la humanidad. Nuestro cuerpo habla con diferentes manifestaciones, la dolencia emocional o los padecimientos que llamamos enfermedad en ocasiones tienen que ver con emociones no resueltas o carencias impuestas por que queremos parecernos al otro o a la otra. El ego, la comparación, la competencia o querer ser quien no se es desatan conflictos que nos impiden aceptarnos o reconocernos. Estos conflictos pueden volverse enfermedad.

            Es importante reconocer el territorio en donde habitamos, alimentarnos según nuestra dieta cultural, resguardar el conocimiento de nuestros guisos y con ello conservar la salud y la química depositada en cada alimento. Con la reciente pandemia, conocimos la vida viral que es vida como tantas otras tantas formas, todos lo llamaron COVID-19, no había nada nuevo, era una forma viral reinventándose.

            La salud plantea una pregunta individual pero la resonancia de su respuesta es colectiva y comunitaria. Al hacernos cargo en primera persona de nuestra sanación, nuestro linaje también va sanando y también la comunidad sana porque reproduce desde el cuerpo el territorio que habitamos. La manera en la que nos hemos curado se vuelve práctica colectiva cuando se hace chisme, se va compartiendo que fulana sanó de una manera y otras personas lo hacen igual y se va convirtiendo en una práctica de uso común; en esa práctica nuestra cultura recobra su extensión territorial.

            Mi llamado al servicio fue en 2006 en Oaxaca durante el levantamiento popular. Cuando me preguntaban qué sabía hacer de utilidad en las barricadas del movimiento social, dije que yo sabía cuidar enfermos, así que acompañé a la brigada de salud. Aunque aprendí del equilibrio con el tiempo también me olvidé de mí en este proceso de cuidar a otros; por fortuna, mi hija me regresó a mi cuerpo, ahí me di cuenta que recuperar nuestros saberes nos hace responsables de nuestro primer territorio y de cómo cuidarlo mientras cuidamos también a otros y a otras.

            En 2006, por la represión que sufrió el movimiento, me encontré en aislamiento violento dentro de la cárcel, ese aislamiento me enfermó y no me brindaron atención médica alópata como parte de la represalia contra mi persona; así que tuve que establecer de nuevo una reconexión con mis ancestras para recordar qué es lo que se hace en nuestras comunidades cuando no hay doctor, ese conocimiento fue una herramienta de esperanza para mantenerme con dignidad, recuperando la práctica de la memoria ancestral y desde la idea del buen vivir. Me permito sentirme vulnerable al contar mi experiencia en la cárcel para mostrar que al estar enferma, se despertaron mi sentidos para poder sobrevivir, sanar, acompañar y dejar de reproducir eso contra lo que luchamos y que nos aleja del origen.

            El conocimiento de mis abuelas, el reconocimiento de sus cuerpos, sus prácticas para procurar la salud y las prácticas que acompañaron sus partos han sido mis sabias compañeras y acompañantes para poder también acompañar a otros, a otras: a las parturientas, a los presos y a las familias de desaparecidos. Los conocimientos de mis abuelas me han permitido ser resiliente y empática, ya que los diagnósticos clínicos alopatas muchas veces no consideran el contexto social de exclusión que lleva a las personas a enfermarse.

            Para lograr una humanidad más saludable es importante reconocer nuestras identidades, aportes, prácticas cotidianas; es necesario regresar al agradecimiento del “buenos días”, regresar al campo, a la lluvia, al fuego, al viento, a los cerros, a los manantiales, a las plantas, a las energías de todo lo que habita, a los alimentos que nos marca el ciclo agrícola, a la energía del tiempo, a la menstruación, a la respiración y a la dieta de la milpa con su alto valor nutricional. Todo eso es la salud comunitaria.

Retrato de la autora: Archivo personal

4 comentarios

  1. Guadalupe Venegas

    Es una necesidad urgente de reencontrarnos, intentarlo,. Intentarlo por qué fácil no es, ni será., por qué hay. MUchos intereses para impedirlo. Gracias chivis hermosa.

  2. Hace unas semanas agradecia de que ya son más las mujeres sanandose, sanando su linaje en diferentes partes del mundo Se alegra mi corazón…un abrazo apretado hasta donde te encuentres.

  3. Alejandro López Caturegli

    Me encantaría tener contacto, impresionante lo que escribes haces y piensas, andamos en el camino y hemos también podido orientar y educar a gente a usar “la planta” de cannabis y muchos se han ayudado ellos mismos, en lo personal a muchos amigos y familia.

  4. María Benítez

    Me encantó este texto. Es tan sencillo y tan profundo. Gracias por compartirte de esa manera, abres mundos y miradas. Ojalá seamos parteras de un mundo nuevo. Abrazos!

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Silvia Gabriela Hernández Salinas
Pueblo zapoteco

Silvia Gabriela Hernández Salinas

Médica y partera tradicional zapoteca. Estudió Ciencias Sociales en Estudios sobre Culturas en la UABJO. Participó en la Red de Medicina Tradicional de Promotores de Salud en Defensa de la Vida del Pueblo y ha sido acompañante de salud comunitaria del colectivo de familiares de personas desaparecidas en Oaxaca. Ha sido co-fundadora de la primera escuela de promotores culturales de medicina tradicional en Capulálpam de Méndez. En 2011 fundó “Tendajón Layú”, una cooperativa de trabajo con campesinos, curanderos y productores locales de casi todas las regiones de Oaxaca.