Imagen: Gloria Martínez Villanueva

Por Gloria Martínez Villanueva

Pertenezco a la comunidad de San Pedro y San Pablo Ayutla Mixe, la cual se  encuentra enclavada en la Sierra Norte del Estado de Oaxaca. En esta comunidad que funciona por medio de un sistema normativo indígena, en el año 2007 se dio un gran paso: por primera vez a nivel regional, se dio la oportunidad a una mujer de ocupar el cargo de Presidenta Municipal Constitucional, este cargo fue ocupado por la maestra Irene Hernández de Jesús. Irene fue una maestra que, incluso en sus últimos años de vida, se dedicó a defender el derecho de la mujer a intervenir en las decisiones importantes de la vida comunitaria. Sin embargo, el hecho de que las mujeres ya ocupemos espacios dentro del cabildo municipal no ha implicado, de manera tácita, que se ejerza a cabalidad ese derecho, es decir, que se nos permita tomar decisiones, ya que muchas veces las mujeres con cargos tenemos que lidiar con ideas machistas y misóginas que pretenden denigrarnos cuando estamos ejerciendo funciones en esos espacios comunitarios.

Desde hace algunos años el agua llega a cuenta gotas a nuestros hogares, todavía no llega la anhelada justicia que logre devolvernos lo que siempre nos ha pertenecido: el manantial que nos fue arrebatado con violencia en 2017. La justicia no llega, al contrario, cada día que pasa las cosas empeoran, pero aún no perdemos la fe y la esperanza de que esta pesadilla pasará y que recuperaremos lo que es nuestro, por ello, como mujeres indígenas nos hemos organizado para emprender la defensa de nuestro manantial y nuestro mayor obstáculo ha sido el patriarcado que tiene un enorme arraigo y profundas raíces que son difíciles de erradicar.

            Como mujer, a través de los años me ha tocado dar acompañamiento a otras mujeres que se han atrevido a denunciar ante las instancias correspondientes la violencia por razones de género; en muchos de estos casos la paciencia ha sido nuestra mayor aliada pues nada resulta fácil cuando la burocracia nos pone muchos obstáculos para presentar una denuncia, desde ahí ya es muy difícil tener acceso a la justicia, además, el hecho de pertenecer a una comunidad indígena donde nos regimos bajo los  sistemas normativos indígenas (usos y costumbres) hace que la justicia a la que podamos acceder sea casi nula.

Uno de los factores  que explica esta situación tiene que ver, me atrevería a decir, con el hecho de que la justicia está impartida mayoritariamente por hombres que tienen muy activa la ideología del patriarcado, piensan que la mujer debe ser sumisa y cargar con pecados que la cultura del machismo le ha adjudicado. Todo esto provoca que la mayoría de las mujeres no hagan valer uno de sus derechos primordiales, como lo es vivir libres de todo tipo de violencia.

En el año 2017, tuve el privilegio de ocupar el cargo de síndico municipal suplente en la comunidad a la que pertenezco, esta función implicaba impartir justicia en diferentes casos que surgían en el pueblo. Durante este año que pude participar en la impartición de justicia comunitaria, entendí con mayor claridad que existen alternativas de solución a largo plazo para resolver los conflictos internos que afectan directamente a las mujeres, como ser criticadas por su forma de vestir, la dificultad de tener un trabajo digno, entre otras muchas situaciones complejas que enfrentamos.

Si bien ha habido mujeres que han tenido cargos en la comunidad, generalmente se les asignan funciones claramente enfocadas a labores que se creen propios de su género como, por ejemplo, dar servicios en los comités de escuelas o en las regidurías de salud y educación. Considero que es muy necesario darle la oportunidad a más mujeres para ejercer cargos que tengan que ver con la impartición de justicia, ya que entre mujeres es más probable que se establezca una relación de empatía y confianza que permita a las mujeres poder denunciar los diferentes tipo de violencia que se ejercen sobre ellas y puedan ser escuchadas con el tiempo necesario. La presencia de mujeres que impartan justicia en nuestras comunidades es primordial para generar confianza en otras mujeres que podrían así denunciar sin tener que enfrentar tanta burocracia. No es lo mismo tratar de que un hombre te escuche con empatía que realizar tu denuncia ante una de nuestras semejantes, es decir, ante una mujer.

Hace falta un gran trabajo para sensibilizar a nuestras autoridades comunitarias, es importante que se les haga entender que los tiempos han cambiado y que los derechos de las mujeres a una vida libre de violencia deben de ser respetados sin condicionamiento alguno.

Lamentablemente, hay que decirlo, en la comunidad, como en la sociedad en general, existen mujeres que no son empáticas con las personas de su mismo género y también ejercen violencia desde los cargos que ocupan, se vuelven aliadas del machismo. Por lo tanto, para lidiar con esta situación, es necesario que todos y todas asumamos la responsabilidad; necesitamos inculcar a las nuevas generaciones los valores que conlleven los principios de la equidad de género, esto nos llevará a combatir con mayor eficacia la violencia y así poder, por fin, hacer realidad en la práctica la maravillosa palabra “justicia”.

Retrato de la autora: Autorretrato

Imagen: Johnatan Rangel

Por Asunción Segovia Hernández

Mi nombre es Asunción Segovia Hernández y vivo en el poblado de Ayapa, municipio de Jalpa de Méndez, en el Estado de Tabasco. Mi lengua materna es el zoque ayapaneco.

            Yo vengo aquí a platicarles sobre la justicia durante mi infancia. Cuando era una niña, yo pertenecía a una familia muy pobre, pobre, de lo más pobre y para quienes éramos pobres, la justicia nunca existió, nos trataban muy mal. Sin embargo, éramos los pobres quienes teníamos que trabajar en el campo. Para sobrevivir, nuestros padres trabajaban sembrando maíz, sembrando frijol, calabaza, ése era su trabajo.

            Nosotras las mujeres íbamos también a ayudar al trabajo en el campo. Para poder sobrevivir, vendíamos nuestro frijol, nuestra calabaza para así poder sostenernos. Las mamás se dedicaban a criar aves de corral que pudieran servir de alimento después. Nosotras las mujeres no teníamos derecho a estudiar porque nosotras nos dedicábamos a nuestro hogar y también al campo junto con nuestros padres. Las mujeres no podíamos ir a la escuela porque se decía que debíamos estar en nuestras casas, sobre todo las mujeres mayores como nuestras madres que se quedaban a trabajar en el hogar, lavando, moliendo, haciendo el pozol y tortillas; antes no existían las tortillerías y por lo mismo, las tortillas tenían que elaborarse a mano como todos los alimentos necesarios que hacían nuestras madres. Por toda esta carga de trabajo, las mujeres no íbamos a la escuela, sólo los hombres podían hacerlo.

            La justicia entonces no existía para las mujeres. Si un hombre se ponía violento, las mujeres tenían que aguantar esta situación y hacer lo que el hombre dijera; las mujeres no tenían derecho de reclamar nada porque los padres no lo permitían. Durante mi niñez, la justicia para las mujeres no existía porque no se nos reconocía ningún derecho pero la carga de trabajo era grande. Cuando una niña cumplía diez años, tenía que comenzar a hacerse responsable del hogar mientras su madre salía a trabajar para poder proveer de alimentos, por lo que la carga de trabajo y de todas las labores recaían en la niña de mayor edad que tenía también que hacerse cargo de sus hermanos más pequeños a los cuales daba de beber, les lavaba los pañales y los atendía como si ella fuera una pequeña mamá.  Todas estas labores había que hacer en lo que esperábamos a nuestra madre que nos traía algo de comer. En lo que esperábamos, las niñas de la casa hacíamos pozole y todas las labores del hogar.

            Cuando ciertas personas llegaban a nuestra casa, solo podían platicar con nuestro padre, los niños y las niñas no podíamos participar en esto y nos enviaban fuera a hacer distintas actividades. Si entrábamos nos decían “ve a ver si ya puso la marrana” y teníamos que salir; si nos mandaban a recoger leña, íbamos a recoger leña y la metíamos a la casa para que no se mojara cuando llovía. Así eran los padres, no nos permitían escuchar lo que platicaban. En muchas ocasiones, tampoco le permitían a las esposas interferir en las pláticas de los señores, ellas también tenían que estar atrás, tenían que estar afuera y si lo intentaban podían recibir un regaño. Entre hombres decidían los asuntos sin la intervención de las mujeres, no teníamos voz ni derecho de hablar de nada.

            Cuando una muchacha ya estaba en edad de casarse, no podía elegir con quien hacerlo. Si tenía algún pretendiente, debía ser a escondidas de su padre que era quien podía elegir con quien se iba a casar su hija;  aunque ella no estuviera de acuerdo, tenía que obedecerlo. Las mujeres no teníamos ni voz ni voto ni podíamos decidir por nosotras mismas, ni siquiera podíamos decidir si acudir o no a lugares públicos. Ahora es distinto, las señoras y los señores ya acuden juntos a lugares públicos y a reuniones; pero antes no era así, antes sólo los señores podían votar y acudir a reuniones. Si los señores le pegaban a las mujeres o las maltrataban de otras maneras, ellas no podían reclamar u obtener justicia ni de sus padres ni de las autoridades porque nadie les hacía caso. Los padres sólo decían “es el hombre que te tocó y si yo no te eduqué bien, tu marido es el que te va a educar”. Las mujeres no podían salir a comprar a la tienda, eran los varones quienes podían hacerlo y también era difícil que las dejaran ir a divertirse a los bailes, aunque dijeras que ibas con una amiga o ya estabas en edad, si no ibas con tus padres no te daban permiso. Así eran las cosas antes.

Retrato de la autora: José Manuel Segovia Velázquez

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Pueblo zoque-tsotsil

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Retrato de la autora: Archivo personal