Imagen: Colectivo Jóvenes Indígenas Urbanos de la Zona Metropolitana de Guadalajara
Por Estela Mayo Mendoza
Corría el año 2010 en Guadalajara, Jalisco, en el Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, en la licenciatura en Estudios Políticos y Gobierno de la Universidad de Guadalajara. En este espacio también corrían las emociones y los sueños de jóvenes con rostros frescos, miradas intensas y unos que otros soberbios, dispuestos a construir y participar en diversas áreas del gobierno para aportar y hacer funcionar la tan mencionada democracia, una democracia suculenta, amorosa y muy comprometida en solucionar todos los males de las sociedades.
Y sí, yo también era parte de aquello, ahí fue donde por primera vez sentí emociones chidas por imaginar las maravillas que se podían conseguir y resolver con esa palabra, digamos que me enamoré, me enamoré cuando me describieron el significado de la democracia porque todo giraba en torno a “el poder del pueblo”, “el pueblo decide”, “la voz del pueblo”, “sin la participación del pueblo no hay nada”, el pueblo y más pueblo. Insisto, estaba enamorada, me parecía emocionante descubrir que vivía en un espacio donde todas las personas podían ejercer libremente sus derechos, vivir en igualdad, donde teníamos el poder y control del sistema de gobierno. Le creí y les creí.
Pasé mucho tiempo leyendo y escuchando sobre esa forma de gobernar que parecía perfecta hasta que conocí otros conceptos y formas que me provocan otras sensaciones y emociones acordes a mis necesidades y realidades, es decir, como un amor más consciente. Me di cuenta que no eran reales esas maravillas escritas y leídas sobre la democracia, porque no existía en la realidad y no existía para mi realidad, para mi realidad como parte de un pueblo indígena, como mujer ch’ol, como “migrante” y residente de una gran ciudad como Guadalajara. Una Guadalajara donde diversos pueblos indígenas salían a las calles y a las instituciones gubernamentales a exigir lo básico para habitar la ciudad, como lo es el agua, el alumbrado público, el drenaje, los espacios de venta-trabajo y exigir el respeto de sus territorios y espacios sagrados. Ésta era la realidad que vivía en esos años y era el pueblo que conocía, un pueblo hecho de muchos pueblos, con muchas demandas sin soluciones y no tenían ningún tipo de “poder” ni decisión sobre los gobernantes, una agrupación de pueblos que a pesar de ser de distintas realidades y territorios se unen para hacer una gran comunidad.
En este sentido, la democracia quedaba cerrada en una idea, en demagogia, en los discursos rimbombantes de los politólogos, políticos, sociólogos y demás personajes para hacernos creer que un gobierno democrático es lo que tenemos y funciona mejor en comparación con otros sistemas del mundo; por otro lado, también nos quieren vender la idea de que el sistema que tenemos en las comunidades es democrático, ahora resulta que hasta en eso nos quieren “orientar”, “educar” y “nombrar” para darle legitimidad y credibilidad a las formas de organización comunitaria cuando cada comunidad o pueblo indígena tiene sus propias formas de nombrar de acuerdo con sus lenguas, sus necesidades y realidades. No necesitamos ser nombrados ni tener el reconocimiento desde afuera, desde las teorías occidentales, ni que nos aplaudan por tener una organización “hermosa”, “ideal” y “democrática”, solo es una organización que también tiene sus dificultades y tal vez sus carencias.
Es necesario mencionar, para no caer en romatizaciones, que las organizaciones comunitarias indígenas también tienen sus discusiones, por ejemplo, sobre las formas de participación. En estos contextos, la participación va más allá de tener voz y voto en las asambleas sino de cómo te involucras en las diversas actividades, en las responsabilidades que asumas para que la vida comunitaria funcione de manera organizada y caminar por un objetivo común. Una de las discusiones gira en torno a la poca o nula participación de las mujeres y la juventud en este tipo de organizaciones.
Tyo’o ty’añjachix, dijera xTyeku Mayo, así definiría la democracia, son palabras, discursos nomás, que se usan normalmente para enamorar a los oídos, generar sensaciones de bienestar más no del bien vivir, del vivir con dignidad, por lo menos no para los pueblos indígenas, porque esa democracia basada en elecciones, partidos políticos y votos ha servido para dividir, distorsionar y generar paternalismo en nuestros territorios. Así inició el desencanto, como todo enamoramiento, estuvo vigente muy poco tiempo, en realidad inició algunos meses después de haber ingresado a la licenciatura, cuando descubrí que me engañaba y jugaba con mis oídos, desde ese momento mi rostro se volvió desafiante e inquieto.
Casi 12 años después sigo sin entender de qué va ese juego, pero creo que es importante estar conscientes de la existencia de la diversidad y en consecuencia también reconocer que existen diversas formas de organización y de participación, el sistema democrático tiene que abrirse, soltarse, no ser egoísta y no oprimir a las demás formas de organización social existentes.
Retrato de la autora: Francisco Trejo