Foto: Diego García

Isabel:

Yo pienso que tener una casa, una vivienda, un espacio digno donde vivir, es un derecho que tenemos todos los mexicanos. Dice la Constitución de la Ciudad de México que por ley tenemos ese derecho, pero se nos ha negado así que, lamentablemente, tenemos que tomar acciones o decisiones para que se nos escuche y nos tomen en cuenta y podamos así tener una vivienda digna, para vivir cómodos con nuestros hijos, con nuestras hijas y nosotras mismas. Tener una vivienda digna es una lucha que hemos llevado por muchos años ante estos malos gobiernos que no nos escuchan.

Elvira:

Para mí, tener una casa digna es contar con un privilegio resultado de tantos años de lucha. Anhelo ver cómo, al final, logramos tener algo que sea de nosotros, después de muchos esfuerzos, de lucha día con día, después de tanto sufrir en medio de las lluvias, los fríos, la discriminación de los vecinos y del propio gobierno. Tener una casa digna sería un orgullo como comunidad indígena, me sentiría orgullosa lograrlo como hablante de mi lengua materna. Para mí, es muy importante tener una casa digna para vivir con los hijos e hijas, una casa que hemos pagado con esfuerzo, no REGALADA.

En las condiciones en las que está nuestro país, es muy difícil que las familias migrantes obtengan una vivienda porque el mismo gobierno te impone y te pone muchas trabas; muchas veces te hace de menos por el simple hecho de ser indígena y de no tener el recurso suficiente para obtener una vivienda. En cambio, a los extranjeros con recursos económicos les facilitan realizar sus mega-proyectos o desarrollar casas habitacionales de lujo, pero si un migrante ocupa un espacio abandonado, el gobierno manda a los granaderos a desalojar o manda a personas civiles a intimidarnos, estas personas se hacen pasar por los supuestos dueños del inmueble. Todo esto sucede aunque se supone que en nuestro país la vivienda es un derecho para todas las personas sin preferencia alguna.

Anselma:

Para mí, contar con una casa digna es sentirme protegida, segura, contar con agua, luz, drenaje y sobre todo poder tener una buena higiene dentro de nuestra casa. Es muy importante tener un techo digno porque es un derecho que nos corresponde como pueblos y comunidades indígenas. Las dificultades que yo he visto desde que he llegado a la ciudad han sido varias y una de ellas ha sido que nos han reprochado, discriminado e intimidado sólo por ser indígenas y porque venimos de un pueblo, por todo esto nos quieren controlar y manejar a la manera del gobierno.

Magdalena:

Necesitamos un techo digno para vivir mejor, para contar con agua, drenaje, luz y los servicios necesarios; para dejarle una vivienda digna a nuestros hijos y que así puedan vivir dignamente. Piensa el gobierno que porque somos pobres no podemos pagar la vivienda. No la queremos regalada. Si los ricos pueden tener una vivienda digna ¿por qué nosotros los indígenas no?

Bonifacia:

Tener una vivienda digna significa estar en un lugar en donde toda mi familia se sienta segura, un lugar en donde no haga frío en las noches, que no se traspasen las lluvias. Siempre que habla el gobierno dice que primero los indígenas aunque en los hechos no es igual. El artículo cuarto constitucional menciona que todos tenemos derecho a una vivienda digna y decorosa. Queremos una vivienda pagada, no regalada.

Eriviana:

Deseo una vivienda digna para el futuro de mis hijos, que nuestros hijos puedan tener una mejor higiene. Como no contamos con un trabajo estable, eso hace que el gobierno no atienda nuestras demandas.

Mariana:

A pesar de ser de una comunidad indígena y a pesar de que el gobierno no nos quiere tomar en cuenta, puedo lograr una vivienda digna para mí y para mi familia. Por ser de una comunidad, el gobierno casi no nos toma en cuenta; en la ciudad todo es muy diferente a lo que sucede en los pueblos; aquí las voces de las familias indígenas no son escuchadas. Aunque nosotros queremos rentar una casa, en estos tiempos ya las rentas son muy caras y nosotros no contamos con suficiente ingreso.

Elisa:

A pesar de ser discriminadas por pertenecer a la comunidad otomí, deseamos lograr vivir dignamente, deseo tener una casa asegurada para mis hijos y mi familia. Al llegar aquí tuvimos que vivir en la calle, no en campamentos; por todo esto alzamos la voz para que el gobierno nos escuche: también tenemos derecho a una vivienda digna.

Cecilia:

Tener un techo digno significa llegar a un lugar con tu familia donde estén protegidos del frío y de peligro, poder despertar sin preocupaciones. El gobierno nos discrimina, no nos han ayudado para adquirir una vivienda, nos ponen muchas trabas y la ayuda prefieren dársela a las empresas.

Cristina:

Deseo una vivienda para no pagar renta, para estar más segura y para el futuro de mis hijos. No nos quieren escuchar y voltear a ver a los pueblos es como si no tuviéramos los mismos derechos por ser indígenas, por hablar una lengua diferente al español.

Claudia:

Para mí, es muy importante saber que mi esfuerzo como madre de familia ha terminado en un éxito para que mis hijos tengan un techo en donde quedarse y no sufrir en las calles. A pesar de que todos somos iguales a las demás, la gente piensa que por ser indígenas no podemos tener ingresos para disfrutar de una vivienda digna. Por ser indígenas, al llegar a la ciudad, la gente de aquí nos discrimina y no nos toman en cuenta.

Retrato de mujeres de la comunidad otomí: Diego García

Foto 1. Mi abuelo en la casa que mi tío no terminó de construir | Foto 2. El bisnieto de mi abuelo en nuestro vecindario en L.A.

Por Génesis Ek

Casa. ¿Qué es una casa? ¿Qué significa tener un hogar como migrante? En muchos casos, por la migración, las personas se mudan a un nuevo país y se construyen ahí un nuevo hogar. Sin embargo, éste no es el caso de muchas comunidades indígenas, especialmente la nuestra. En nuestro caso, la mayoría alquila un espacio para vivir al mismo tiempo que envía dinero a su comunidad de origen para construir allá sus casas. Siempre sigue viva la idea de que algún día volverán a esa casa, que estará lista y que finalmente podrán reunirse con sus familias, con su gente y con su pueblo; por eso es que mandan un poco de dinero en cada oportunidad, su objetivo es terminar de construir, por fin, una casa.

Ésta ha sido la historia de mi familia desde que sus integrantes emigraron a los Estados Unidos hace treinta años. La migración comenzó con mi tío, quien luego convenció a mis otros tíos de migrar también, para que pudieran brindar estabilidad económica a sus familias. Mis tíos dejaron a sus esposas e hijos en Yucatán. La idea que tenían era trabajar lo más posible hasta lograr construir una casa en el terreno que mi abuelo les tenía destinado. El dinero de cada cheque que recibían como pago por su trabajo era enviado en su mayor parte a su comunidad de origen. Pero esto duró sólo unos meses. Todos mis tíos extrañaban a sus familias, así que mandaron por ellas, trajeron a sus esposas e hijos y también trajeron a mi mamá. Sin embargo, esto no impidió que siguieran enviando dinero al pueblo para continuar con la construcción de sus casas; seguían pensando en terminar de edificar sus hogares para que, una vez ganada cierta estabilidad económica, pudieran, simplemente, regresar.

Como todavía soñaban con volver al pueblo (y ese sueño era el que podían pagar enviando dinero al país de origen), alquilaron departamentos con un solo dormitorio en la misma calle, en diferentes edificios, pero unos cerca de los otros. Así comenzamos a echar raíces en un vecindario llamado East Hollywood, uno de los muchos vecindarios en donde vivía la clase trabajadora y que era considerado peligroso y poco atractivo porque ahí vivíamos los migrantes. Se trataba de uno de los pocos vecindarios en donde mi familia podía permitirse vivir, además estaba cerca del centro de la ciudad, cerca de Hollywood y de Griffith Park, lugares en donde era más fácil hallar trabajo. En una misma calle, dentro de East Hollywood, fuimos construyendo una comunidad articulada con otras comunidades de migrantes que en ese tiempo eran mayoritariamente centroamericanas. Como es costumbre en el pueblo, mi familia compartió su comida, su idioma y su cultura con nuestros vecinos. Creamos nuestro propio “pueblito”.

Con el paso del tiempo, los migrantes fueron enviando cada vez menos dinero a su pueblo de origen. El costo de vivir en Los Angeles se fue incrementando; a pesar de que el alquiler estaba controlado, la renta fue subiendo mientras los salarios se mantuvieron iguales. Esto tuvo como consecuencia que, finalmente, dejaran de enviar dinero para la construcción de sus casas en México. Se instalaron en diminutos departamentos con la esperanza de poder volver a enviar dinero algún día y así terminar la edificación de sus casas.

Han pasado los años y los migrantes llegaron a amar este vecindario en Los Angeles casi tanto como amaban su comunidad de origen. Sin embargo, justo cuando comenzaban a echar raíces profundas aquí, justo cuando comenzaban a renunciar a sus sueños de volver, los alcanzó un proceso de gentrificación. Personas que antes no se interesaban en nuestro vecindario comenzaron a hacerlo; tenían más recursos económicos que nosotros y fueron mudándose mientras que nuestros antiguos vecinos comenzaron a irse a otros lugares. El precio del alquiler comenzó a aumentar poco a poco y la gente ya no podía permitirse vivir en este vecindario. Después, los desarrolladores urbanos comenzaron también a interesarse pues nuestro vecindario tenía una muy buena ubicación: una estación de tren que lleva directamente al centro de Los Angeles y a lugares turísticos como Hollywood y Universal City. Uno de los propietarios vendió uno de los edificios de nuestra calle a una empresa e inmediatamente esta compañía comenzó a remodelar las viviendas disponibles e intentó expulsar a los residentes del resto del edificio. Este asunto llegó a los tribunales y los antiguos residentes se vieron obligados a aceptar una compensación económica para mudarse fuera de ahí. En un principio pensamos que se trataba de un caso aislado pero nos equivocamos, meses después compraron otro edificio al otro lado de la calle.

Al principio mi familia tuvo suerte, los edificios en los que vivíamos permanecieron a salvo hasta hace 8 años cuando el edificio en el que vivía mi tío fue vendido. Los compradores ofrecieron algo de dinero a los residentes, muchos de ellos aceptaron la oferta y se mudaron a otros lugares. Mi tío se negó a dejar su vivienda. Ya había invertido mucho tiempo, esfuerzo y dinero en su departamento. Sabía que nunca sería de su propiedad pero pensaba que si estaba pagando el alquiler y se aseguraba de arreglar el departamento, todo estaría bien. Él sabía que no estaba solo en esta lucha así que se negó a aceptar la oferta económica para irse. Con el paso del tiempo, la empresa que había comprado el edificio fue creando un ambiente que hacía muy complicado vivir ahí. Comenzaron imponiendo reglas para los espacios comunes, ya no podían colocar ahí bancos de uso común para sentarse ni estaban ya permitidos los carritos que compartían los vecinos hasta hace poco. La empresa fue haciendo la situación cada vez más insostenible hasta que les dijo a los residentes que iban a tener que mudarse pues comenzarían un proceso de “remodelación” de todo el edificio para adecuarlo a un nuevo “código”. Mientras tanto, los dueños se comprometían a proporcionarles una nueva vivienda pero los ubicarían en otro edificio; si después deseaban regresar después a sus departamentos tendrían que pagar más del doble de renta porque el control de alquileres ya no se podría aplicar de ahí en adelante. Mi tío nunca había vivido a más de diez minutos de las viviendas de sus hermanos, no podía imaginar estar lejos de ellos pues cada uno de ellos representaba un ancla para los demás; así que comenzó a buscar departamentos cercanos y, por fortuna, pudo encontrar una opción a la vuelta de la esquina. Terminó por aceptar la oferta de mudarse a un nuevo lugar y, con alivio, pudo al menos permanecer dentro del área.

Este alivio duró poco, el edificio al que mi tío se fue a vivir ha sido vendido también y él está volviendo a vivir la misma pesadilla. El más afortunado fue mi otro tío. Él también se negó a mudarse y, por fortuna, la empresa que compró el edificio se dio cuenta que era mucho trabajo expulsar a todos los inquilinos, así que simplemente arreglaron los departamentos que estaban vacíos y dejaron a los residentes permanecer ahí, pero esta situación no es lo común. Mi tío sabe que esta suerte puede durar solo un tiempo; sabe también que sus hermanos pueden ser presionados para mudarse lejos de él y eso lo pone nervioso.

Mi familia migró para huir de la precariedad laboral y los problemas en el acceso a una buena alimentación que había en su pueblo, ahora están en una ciudad que no puede asegurarles siquiera un techo. En estos días, han vuelto a pensar en que debieron haber continuado enviando dinero a sus comunidades de origen para terminar de construir sus casas ahí, sobre todo, sabiendo ahora que su futuro en los Estados Unidos sigue en la incertidumbre igual que lo estaba cuando vivían en su pueblo. Muchas de las casas que comenzaron a edificar en su comunidad permanecen a medio construir, están a la espera de ser terminadas, al igual que la lucha que están llevando aquí.

House

House. What is a house? What does it mean to have a home as a migrant? In many cases of migration, people move to a new country and build themselves a new home there. This isn’t the case for many indigenous communities, especially ours. Most rent a space to live and send money back home to build their houses. There is always this idea that one day, they will go back home and have their house ready, and they’ll finally be able to reunite with their families, their people, their town, so they send a little money over every opportunity they get to build their home.

This has been my family’s story since they migrated to the US 30 years ago. It started with my tio, who then convinced my other tios to migrate so they could provide their families economic stability. They left behind their wives and children in Yucatan. The idea was to work for as long as they could to build a house on the land my grandpa had for them. With every paycheck they got, they sent money home. This only lasted a few months. All my tios missed their families so they sent for them. They sent for their wives and children as well as for my mom. This didn’t stop them from sending money to the pueblo to keep on building their houses. They always thought they would just keep building and once they knew they had earned enough to be stable, they’d just go back.

Because they still had dreams of going back to the pueblo (and it was all they could afford), they each rented one-bedroom apartments on the same street in different buildings, but still  next to each other. This was the beginning of setting roots in the neighborhood of East Hollywood. East Hollywood was one of the many working-class neighborhoods labeled as dangerous, and not appealing because it was full of immigrants. This was one of the few neighborhoods my family could afford to live in, but it was also close to downtown, Hollywood, and Griffith Park so it was easy to find a job nearby. On this street, they built a community with the other migrant communities (at the time it was mostly Central Americans). As is custom in the pueblo, my family shared their food, language, and culture with their neighbors. They created their own little “pueblito.”

As time went by, they would send less and less money to the pueblo. The cost of living in Los Angeles went up, rent (although there was rent control) kept going up while their wages remained the same. Eventually they stopped sending money for their houses all together. They settled in their tiny apartments and hoped to one day send money for their houses again.

Years have now gone by, and my family has grown to love this neighborhood almost as much as they love their pueblo. Just as everyone starts to settle down and give up on their dreams to go back, gentrification begins. There was a shift of who was interested in the neighborhood. It started when people from better economic backgrounds started to move in and our neighbors began to move out. Rent was slowly increasing, and people could no longer afford to live in the neighborhood. Then developers took an interest in the neighborhood because of the location- it had a train station that took you straight to Downtown LA and to the touristy places of Hollywood and Universal City. One of the landlords sold a building on the street to a company. The company then went ahead and started immediately fixing the units that were empty and attempted to kick out the current residents. They took it to court, the residents were forced to accept a payout, and move. We thought it was an isolated case, but we were wrong because less than a few months later, they bought a building across the street.

We were lucky since the buildings my family lived in remained untouched, that was until 8 years ago. The building my tio was living in was sold. They offered everyone some money and many of them took the offer and left. My tio refused to leave. He had already invested so much time, effort, and money into this apartment. He knew it was never going to be a property he would own but he thought that if he was paying his rent and making sure to fix the apartment, he would be okay. He wasn’t alone in this fight, and he knew it. He refused to accept the offer. As time went by, the company made it harder and harder to live in the building. They started by placing rules on the communal spaces. They weren’t allowed to have communal benches they had and carts they all shared. They eventually made it so difficult by telling the tenants that they were going to have to move out since they were going to “remodel” the entire building to “bring it up to code.” They would provide housing to the remaining tenants, but it was going to be in a different neighborhood at another building and when they return, they are to pay the new rent prices, which was going to be more than double because then rent control would no longer apply. My tio has never been more than 10 minutes away from his siblings, couldn’t imagine being away from them as they have been eachothers’ anchors. He began looking for apartments near-by and was able to find a unit around the corner, so he was still very close by. He then decided to take the offer and move into the new place, relieved that he was at least able to remain in the area.

This was short lived because now, the building he lives in was just sold and he is reliving the same nightmare again as the building has also been sold. My other tio, he was really the lucky one. He refused to move but the company who bought the building he lived in accepted that it was too much work to push everyone out, so they just fixed up the apartments they had available and left the others alone, but this is rare. He knows that his luck only can only last so long and knowing his siblings may have to move further away, has him feeling nervous. 

My family migrated to get away from the job and food insecurities that existed in their towns only to arrive in a city that cannot secure the roof over their heads. They are now thinking back on how they should have continued to send money back to finish their houses, especially knowing that their futures in the US remain as insecure as their lives did in the pueblo. Many of their houses in the pueblo remain half built, waiting to be done, as is their struggle.

Retrato de la escritora: Octavio Velez

Por Mitzy Juárez

Mi abuela me cuenta que hace mucho tiempo, en nuestra comunidad las casas se cargaban de un lado para otro. Era común que, de vez en cuando, se escucharan las risas y el jolgorio de los que atravesaban el pueblo llevando los techos de palma o de popote de trigo. El protocolo iniciaba con el toque de las campanas, la gente luego luego acudía al llamado, ya se tenía preparada la castaña de tepache, el aguardiente de ruda y el mole para comer una vez instalada la casa en su lugar. Ésta y otras prácticas respecto de las viviendas de los pueblos Ngiba-Ngigua ya no se ven hoy en día, ahora los techos de palma son un lujo que pocos podrían pagar y tal vez sólo las abuelas y los abuelos acudirían al llamado de la campana…

Retrato de la autora: Archivo personal

Foto: Juquila A. Ramos Muñoz

Por Aurora Guadalupe Catalán Reyes

Las viviendas antiguas guardan historias, costumbres y recuerdos. De niña viví en casa de los abuelos paternos, que a su vez era tlapalería y bodega. Macario Matus inmortalizó el nombre de La Casa del Pintor en su hermoso relato “Historia de las palomas”. A otras personas les tocó en suerte vivir entre bastidores de hamacas o de huipiles. Algunas más, habitaron entre arcilla dispersa por el patio y ollas a medio cocer.

Las casas zapotecas nos dan indicios del estilo de vida en nuestras comunidades. En sus patios solemos encontrar tamarindos, guie’xhubas, mangos, bioongos, ciruelos, guie’chaachis y chicozapotes, de los cuales penden hamacas, listas para arrullarnos en la siesta de medio día. Recuerdo dos canciones que aluden a algunos de estos árboles, una es “Canto Zapoteca” del maestro Saúl Martínez y la otra es “Da guuya xpinnu” del maestro Ángel Toledo. Se aprovechan los materiales de construcción de origen local para hacer casas de adobe, ladrillo o bajareque, con techos de tejas de barro, palma o paja, debido a sus ventajas isotérmicas y logísticas. También suelen utilizarse cercos vivos (arbustos) para delimitar los terrenos.

Los espacios de las viviendas son versátiles: la cocina se convierte en comedor, el patio es área de trabajo o de descanso y la sala se vuelve dormitorio por las noches. Las casas, mayoritariamente, cumplen la función de talleres del oficio familiar. Los baños tienden a estar fuera de la nave principal, por cuestiones de higiene. Muchas cocinas cuentan con horno de comixcal (horno de barro para elaborar totopos y otros alimentos). Las casas también suelen tener un baúl para guardar la ropa, en especial los trajes regionales; butaques (sillas cómodas de madera) para “tomar el fresco” por las tardes, y un mexabidó, mueble que sirve de altar con imágenes de santos, vírgenes o figuras prehispánicas.

En la Sierra Zapoteca Istmeña (subregión del Istmo de Tehuantepec) la vida transcurre al aire libre. Bixhoze Gubidxa (el ‘Padre Sol’) toca los rostros de las personas, al igual que Gusiubí, el aire que anuncia la lluvia. Los zapotecas serranos están más habituados a las caminatas diarias. Su alimentación es de calidad y los cuidados que tienen por su salud son más estrictos. Las comunidades serranas conservan la reminiscencia prehispánica que concibe el hogar en dos espacios: uno en el pueblo y otro en la montaña. Ambos con casas habitables, pero que sirven para actividades y momentos distintos; tal como se observa en el sitio arqueológico de Guiengola, antigua ciudad zapoteca del siglo XV, con asentamientos en la montaña y a orillas del río Tehuantepec.

Si bien los espacios interiores pueden parecer reducidos, los patios son grandes. En ellos, se pueden criar gallinas y tener un huerto familiar. Al Yoo bidó (‘Casa del Dios’, ‘Cuarto de los Santos’ o nave principal) se entra sin calzado. El saludo se realiza levantando la mano, a una distancia mayor que la recomendada para la “sana distancia” y, cuando las personas enferman, hacen reposo en casa, ingieren remedios naturales y acuden a bañarse al río para “tirar la enfermedad”. Muchas bondades encuentro en las casas de la Sierra Zapoteca Istmeña, donde también tengo mi hogar.

Para los zapotecas, el concepto de casa/techo/vivienda, va más allá de las cuatro paredes. La casa es la familia, una hamaca, el río, las aves, la mar, los árboles, la montaña, los caminos, el pueblo y los hogares de nuestros paisanos y familiares. Para muchos binnizá del Istmo de Tehuantepec, todo eso colapsó en el año 2017. Los sismos del 7 y 19 de septiembre causaron pérdidas irreparables. Sólo en Juchitán se reportaron 15 mil viviendas con pérdida total. El trabajo de los bilopayoo no sería suficiente esta vez (aludiendo al relato de “Las casas y el bilopayoo” de Gubidxa Guerrero).

El Comité Autonomista Zapoteca Che Gorio Melendre (Comité Melendre) es una asociación civil con 17 años de activismo, a la cual pertenezco. Tras los sismos, se dedicó a brindar ayuda humanitaria en los 41 municipios de la región, entregando artículos de primera necesidad a los damnificados e impulsando iniciativas de reactivación económica. Para la etapa de reconstrucción se lanzó un proyecto denominado #ViviendaComunitaria. En la redacción de los lineamientos del proyecto participamos personas de distintas disciplinas, todos pertenecientes a pueblos originarios de México, enfocados en crear un proyecto adecuado para nuestros paisanos, económica y logísticamente viable, ecosustentable y espacialmente funcional.

La Casa Cero fue el primer resultado de esas ideas. Un hogar diseñado por el maestro Gregorio Guerrero (artista plástico naua del Alto Balsas), ubicado en una localidad zapoteca de la Planicie Costera del Istmo de Tehuantepec. Los materiales de origen local (piedra, adobe, ladrillo, loseta y teja) fueron combinados con cemento y acero, en menor medida, para dar lugar a un prototipo de casa sismoresistente, adecuada para las condiciones climatológicas (cálidas y tropicales) y en armonía con la arquitectura local.

Lamentablemente, según los programas federales de apoyo a la reconstrucción, si no se puede facturar, no se pueden liberar recursos pecuniarios para la adquisición de materiales tradicionales. Debido a tal “candado”, fueron pocos los apoyos que se recibieron para proyectos de esta naturaleza. Sin embargo, hubo reconstrucción, ¡pero de bloques de cemento y armex! Cuatro años después, parecen no haber aprendido la lección, ya que se encuentran haciendo lo mismo. Otro ejemplo de la “incomprensión oficial” a la que hacemos referencia, sucedió en septiembre de 2019. El Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías (Fonart) realizó un recorrido para implementar un Corredor Turístico en Juchitán. La recomendación expresa que se hizo a los funcionarios, fue que respetaran la concepción tradicional de la vivienda-taller. Sin embargo, meses después, autoridades federales amenazaron a los y las artistas con que si no retiraban sus “objetos personales” del área de los talleres, se les cancelaría el apoyo. Un maestro hamaquero tuvo que sacar sus roperos, mover su altar familiar y hacer divisiones en su espacio para separar las áreas.

Considero que falta mucho para que el estado mexicano comprenda la realidad en temas de vivienda de las diferentes etnias que habitamos este gran territorio. Los programas deberían ser más flexibles, las leyes más justas y las personas más humanas. Mientras tanto, corresponde a quienes habitamos estos territorios defender nuestra cultura material, reafirmando la concepción del espacio físico que habitamos, adecuada a nuestras formas de vida, que ha resultado más útil al enfrentar retos como la pandemia y los sismos tan frecuentes en la región.

Retrato de la autora: Gubidxa Guerrero Luis

Foto: Comunidad. John Endow

Por Janet Martínez

Mi abuela traía semillas desde casa. Las enrollaba en calcetines para poder cruzarlas a los Estados Unidos dentro de su equipaje. Ella y muchos otros zapotecas trajeron el yegr rush (popularmente conocido como cocolmecatl), el chichicazle y las guayabas que crecían en casa de manera que, cuando llegaras a un hogar zapoteca en Estados Unidos, nuestros jardines estuvieran llenos de las plantas nativas que habían llegado desde nuestro pueblo en Oaxaca. Cada una de las personas que trajeron plantas y semillas, jugaron un papel espiritual y cultural muy importante. 

Por lo tanto, no sorprende que, durante su desplazamiento por razones económicas desde la Sierra Norte de Oaxaca, muchos zapotecas hayan traído su idioma, sus sueños, su cultura y sus estructuras organizativas, del mismo modo que trajeron sus semillas. Cada una de estas semillas fue plantada en el territorio imaginario en el que hoy en día viven los zapotecas en Los Ángeles. Muchos no pueden volver a casa debido a la situación jurídica irregular en la que se encuentran y esto ha provocado la creación de un territorio zapoteca imaginario. Las estructuras organizativas también viajaron a los Estados Unidos y aquí se expresaron en la creación de las Asociaciones de Comunidades de Origen (HTA por sus sigas en inglés). Se trata de organizaciones que están formadas por miembros de un pueblo en particular que se unen para hacer su guzune, el intercambio recíproco en comunidad. La comunidad de Zoogocho, por ejemplo, se reúne anualmente para elegir una nueva junta directiva que está formada por 6 personas de la comunidad migrante, entre sus funciones principales se encuentra organizar la fiesta del santo patrón, San Bartolomé Apostol yrecolectar donaciones en caso de emergencias. Estas organizaciones son un elemento que destaca en la vida de los zapotecas en Los Ángeles; cuando muere alguien de la comunidad, quienes la integramos esperamos el acostumbrado golpe en la puerta que anuncia la llegada de quienes recogen la donación para la familia doliente.

Incluso durante la pandemia por COVID-19, los miembros de la comunidad han arriesgado sus vidas para recolectar donaciones destinadas a las familias de los fallecidos. Estoy muy agradecida y asombrada por el compromiso de estas organizaciones durante estos tiempos difíciles. Quienes integran la junta directiva están ahí por el compromiso con las personas que forman parte de su comunidad. Aunque no estamos en Zoogocho, en ese lugar físico, seguimos siendo Bene Xogshos (gente de Zoogocho), gente que crea comunidad. Las personas que integran esta comunidad han creado, de manera comprometida, una estructura que las mantieneunidas a una tierra que se encuentra lejos y que es, a veces, inaccesible, debido a las fronteras que nos han sido impuestas. Sin embargo, aquí está la Unión Social Zoogochense (USZ), recolectando donaciones de cada Bene Xogsho durante la pandemia mundial de COVID-19, para ayudar así a las familias que han experimentado la muerte de un ser querido. Es importante señalar que Chucho Ramos, como lo llamaba cariñosamente la comunidad, fue el presidente de la USZ durante la pandemia, él recogió las donaciones a pesar de que padecía una enfermedad que acortó su vida. Su compromiso con su comunidad fue inquebrantable pero, lamentablemente, hoy ya no está con nosotros y su cuerpo ya está haciendo el viaje de regreso a casa.

¿Por qué alguien haría un trabajo gratuito a millas de distancia para una comunidad en la que ya no vive? Porque somos parte de la comunidad. Quizás no habitamos en la tierra en donde nacieron mi padre, mi madre y mis abuelos, pero eso no cambia el hecho de que sigamos siendo parte de esa comunidad aquí, tan lejos de nuestra tierra de origen. Cuando mi abuelo emigró de Zoogocho en 1970, la Unión Social Zoogochense estaba en sus primeras etapas. Había nacido con el propósito de brindar su guzune a la comunidad que vivía en Los Ángeles y a las familias que habían dejado en casa. Mi abuelo se acordaba de pagar su cuota anual de más de de cien dólares para ayudar a su comunidad de origen, en una época en la que el alquiler costaba 80 dólares en Estados Unidos. Estas cuotas que la USZ cobraba a los migrantes Bene Xogsho en Los Ángeles eran enviadas colectivamente a la comunidad de origen para financiar ahí proyectos de infraestructura. Estos dólares crearon un impacto duradero que se recuerda hasta el día de hoy en Zoogocho. Cuando mi abuelo se fue de Zoogocho, sólo el 1% de los hogares tenía acceso a agua potable en casa; para 2010, había aumentado a 98%. El aumento en el acceso al agua potable en Zoogocho se correspondió con el éxodo y el desplazamiento por razones económicas que muchos Bene Xogsho experimentaron, pero encontraron también un hogar en Los Ángeles. En 1987, llamaron a mi abuelo de regreso a Zoogocho para servir como regidor dentro del cabildo municipal de su comunidad. A pesar de que había sido activo dentro de la USZ y de que se le reconocía tal participación, su comunidad de origen no le conmutó su da ja la guno (deber) en Zoogocho, tenía que brindar su cargo también ahí para tener pleno acceso a sus derechos dentro de la comunidad. Las donaciones que realizamos y las funciones que desempeñamos como parte de la USZ son de suma importancia para la comunidad migrante de Los Ángeles. El de ja la guno que cumplimos nos permite regresar a casa si es que nuestra situación migratoria nos permite viajar, pero nuestra participación en la comunidad recreada en Los Angeles no nos asegura todos los derechos ni ser completamente aceptados en nuestra comunidad de origen. 

Cuando mi abuelo falleció en 2010, conocí el significado y la importancia de la comunidad durante el período de duelo, me di cuenta del papel tan importante que desempeña la USZ y las personas de nuestra comunidad. Todos realizaron actividades fundamentales, desde traer comida, donar dinero, rezar el rosario con nosotros durante 9 días, permanecer despiertos acompañándonos durante la velación y llevarlo, literalmente, a su último lugar de descanso. Es difícil dar cuenta con palabras de la importancia de una red comunitaria tan sólida y de lo importante que es corresponder a ese amor y a ese apoyo. La enseñanza que mi abuelo me dejó al partir fue la importancia de estar para la comunidad así como estuvo para mí. Mi abuelo dejó su comunidad, Zoogocho, en 1970, pero las personas que estuvieron en los rosarios y que finalmente lo enterraron en su lugar de descanso final en Los Ángeles fueron Bene Xogsho, personas de su comunidad. Mi abuelo fue finalmente enterrado a 2190 millas de la tierra que lo vio nacer pero, entre esos dos lugares, entre esas 2190 millas, se encuentra un territorio zapoteca imaginario, un lugar en donde todavía existe la guzune y el da ja la guno, un lugar donde la muerte se llora en comunidad y en comunidad se bailan los jarabes de la sierra. La vida y la pertenencia recíproca nos unen en la gran metrópoli que es la ciudad de Los Angeles. La memoria colectiva que nos enlazó y echó nuestras raíces en un Zoogocho que existe a 2,190 millas de la sierra oaxaqueña, sigue uniéndonos hasta ahora.

Zapotec resilience. Finding belonging in community

My grandmother would carry seeds from back home. She’d roll them up in socks to cross them in her luggage into the United States. She, and many other Zapotecs, brought the Yegr rush, popularly known as the cocolmecac, chichicazle, and guayabas that grew back home to grow, so when you enter a Zapotec home in the U.S, our gardens are filled with the plants native to our town. Each of them played an important role spiritually and culturally. 

            Therefore, it should be no surprise that during their economic displacement from the Sierra Norte of Oaxaca, many Zapotecs brought their language, dreams, culture, and organizational structure, just like they brought their seeds. Each of these seeds planted in the imaginary territory that many Zapotecs live in today in Los Angeles. Many can’t go back home due to their irregular legal status that they live in, which has fomented and created an imaginary Zapotec territory. One of the organizational structures that traveled to the U.S is the Hometown Associations (HTA). These are organizations that are made up of members of a particular town that come together to do their guzune, the reciprocal giving in the community. The community from Zoogocho comes together in a yearly meeting to elect a new board that is made up of 6 people from the community, their primary role is to organize the patron saint celebration for San Bartolome Apostol and collect donations in emergencies. The HTA’s are a prominent fixture in the lives of Zapotecs in Los Angeles, when there is death in the community you will hear the familiar knock on the gate to collect the donation for the family.

            Even during the pandemic, community members risk their lives to collect donations for the families of the deceased. I am incredibly grateful and in awe of their commitment during these trying times. Everyone is there because they are committed to the people that form their communities. Although we are not necessarily in Zoogocho, the place, we are Bene Xogshos (the people from Zoogocho), people that create community. The people who make up the community have out of sheer commitment created a structure that has a community tethered onto land that is far and sometimes inaccessible because of imposed borders. Yet, here they are, the Union social Zoogochense (USZ), during the worldwide COVID-19 pandemic, collecting donations from every Bene Xogshos, to help families who have experienced death. It’s important to note that the president of the USZ at the time, Chucho Ramos, as he was called affectionately by the community, was the president during the pandemic. He collected the donations even though he was afflicted with an illness that shortened his life. His commitment to his community was unfaltering. Today, he is no longer with us and his body is currently making its journey back home. 

            Why would people do a job for free miles away for a community they no longer live in? Because we’re a community. Maybe not particularly in the land where my father, my mother, and my grandparents were born, but it doesn’t change the fact that we continue to be part of a community out here so far from our land of origin. When my grandfather migrated from the San Bartolome Zoogocho in 1970 our HTA, the USZ, was in its early stages. Its purpose was to provide their guzune to the community living in Los Angeles and their families left back home. He would reminisce about how he would pay his yearly quota of more than a hundred dollars home to help Zoogocho in a time where rent was 80 dollars in the U.S. These quotas were collected from the Bene Xogsho migrants in Los Angeles to send money back collectively through the USZ to fund infrastructure projects. These dollars created a lasting impact that to this day reverberates in Zoogocho. When he left, only 1% of households had access to water. By 2010 it had increased to 98%. The increase in access to water in Zoogocho mirrored the exodus and financial displacement many Bene Xogsho’s experienced finding homes in L.A. In 1987 my grandfather was called back to Zoogocho to serve as the rejidor as part of the municipal board back home. He had to go because although he had been active in the USZ, in the community back home it was taken into consideration but it did not grant him full access to his rights or substitute his da ja la guno (duty) back home. The donations you make and the roles you serve as part of the USZ are most important to the migrant community in Los Angeles. The de ja la guno you fulfill allows you to go home if you can travel. But it does not assure you full rights, or acceptance in your community origin. 

            When my grandfather passed away in 2010, I learned the significance and importance of community during the mourning period and the important role that the USZ and the individuals in the community played. I can’t express the important role that everyone played from bringing food, to donating money, to praying the rosary with us for 9 days, to staying up with us during his viewing to literally carrying him to his last resting place. It’s hard to convey the significance of such a strong community network and how important it is to reciprocate that love and support. Since he passed his parting lesson was the importance of being there for the community like it was there for me. He left his community of Zoogocho in 1970 yet the people who were at the rosaries and ultimately laid him into the earth in his final resting place in Los Angeles were Bene Xogsho. 2,190 miles away from the land that saw him born. But between those 2,190 miles from the land he was born to, to the place he was ultimately laid to rest, lies an imaginary Zapotec territory, a place where guzune and da ja la guno still exists, where death is mourned in community, and jarabes are still being danced at community events. Life and belonging to each other is what unites us in the metropolis of Los Angeles. The collective memory of a community that existed and grounded us in a Zoogocho continues to unite us 2,190 miles.

Retrato de la autora: Jon Endow