Imagen: Altagracia Martínez

Por Altagracia Martínez Mendoza

Desde la secundaria, escuché el concepto de “paz”, algunas docentes nos invitaban a reflexionar sobre lo que queríamos de nuestro pueblo, cómo nos veíamos en algunos años, pues en ese momento vivíamos envueltos en un conflicto armado que, aunque no entendíamos en su totalidad, no nos permitía desarrollar nuestras actividades cotidianas con tranquilidad. Leímos a Rigoberta Menchú, a Nelson Mandela, a Mohandas Karamchand Gandhi, entre otros; sus historias de vida, mostraban las diversas formas de lucha para alcanzar la libertad, la paz y la reivindicación de los derechos.

Entendí que, de acuerdo al contexto en el que vivía, la paz era lo menos que teníamos en la comunidad; era un tema difícil de tratar pues cada que lo abordaba en cualquier espacio surgían las heridas sin sanar, los rencores, los procesos de duelo que no se cerraron, los sentimientos que en su momento no lograba comprender. Así supe por qué mi mamá y mi papá eligieron que todas sus hijas e hijos estudiáramos, para abrir nuevos caminos, para que tuviéramos la posibilidad de elegir en dónde estar, pues las personas jóvenes pronto se veían inmersos en el conflicto que atravesaba mi comunidad.

Desde la lengua triqui, la paz es “ga’díí guma’ ní’a” (vivamos en tranquilidad ) o “vé’é guma’ ní’a” (vivamos bien). Desde la forma de nombrarlo, involucra lo colectivo, sin embargo, desde que tengo memoria, el conflicto ha estado de forma latente, he escuchado disparos, he visto como mueren las personas, he escuchado el llanto de los familiares, he leído posiciones políticas al respecto, he leído a representantes que en el discurso manifiestan su lucha por la paz, les he escuchado la frase “la paz de la región triqui” como su bandera de lucha, pero no he visto que haya algún proceso de diálogo comunitario, no he visto que se convoque al pueblo para lograr tal fin.

No ha de ser desconocido para ustedes que en los últimos meses se habla de un grupo de personas desplazadas de la comunidad de Tierra Blanca Copala en Oaxaca, pero no es la primera comunidad desplazada y no será la última, si no hay alternativas que coloquen el tema de “ga’díí guma’ ní’a” (vivamos en tranquilidad ) o “vé’é guma’ ní’a” (vivamos bien) en la región. Hubo desplazamiento hace 15 años, hubo desplazamiento hace 22 años y si seguimos rastreando en la historia de San Juan Copala, podemos encontrar que el conflicto armado ha expulsado a una gran cantidad de personas, algunos de estos desplazamientos fueron muy mediáticos, otros sucedieron en silencio y con la sola convicción de vivir con tranquilidad.

La cuestión es que han pasado los años, las personas de mi generación salimos de la comunidad, algunas regresaron, otras elegimos iniciar en un nuevo espacio, en nuevas tierras, pues la tranquilidad, la armonía, el estar y vivir bien en nuestra tierra de origen cada vez se vuelve un deseo más lejano; el hecho mismo de tocar el tema o buscar procesos de diálogo ha implicado poner en riesgo la vida. Posiblemente, ésa es la razón por la que muchas y muchos nos mantenemos al margen. Ante este conflicto, los liderazgos buscan su propio beneficio y no el bien colectivo, las autoridades mantienen una omisión o toman posición al respecto, los partidos políticos buscan una tajada cada que inicia un proceso electoral; al final del día, los innumerables asesinatos se vuelven sólo daños colaterales y se narran como producto del “salvajismo de gente sin razón”.

Por otra parte, los huipiles rojos de las mujeres triquis, como el color de la sangre derramada, se han vuelto también una bandera de lucha, sus cuerpos están al frente en las manifestaciones, pero sus voces son las menos escuchadas, son importantes en todas las movilizaciones, pero sus vidas se pueden sustituir en cualquier momento. Pero esto no sucede solo en la región triqui, esto sucede a lo largo y ancho del país, todos los días escuchamos cómo las mujeres desaparecen o son asesinadas.

Después de todo, llegar a este espacio citadino tampoco ha sido vivir en paz, estas nuevas formas de vida también han impactado en la nuestra, no necesariamente de manera favorable y la anhelada “paz” ha sido motivo de una lucha y una búsqueda constantes. Quienes decidimos salir buscamos reafirmar nuestra identidad, nuestra lengua y nuestro ser en cada espacio que estamos, buscamos la paz en nuestro entorno más cercano, nuestro vivir con tranquilidad y nuestro vivir bien.

Paulo Freire concibe la paz como la plena realización de las potencialidades humanas, pues la paz se crea y se construye con la edificación incesante de la justicia social. En ese sentido, las personas de la comunidad triqui, en cada espacio que estamos noshcuun níí yasuun ni’i rasuun tza’j ga’ne véé guma ni’ga ni’n duví ni’a, es decir, debemos de construir o trabajar por una cultura de paz, considerando valores como el respeto, la justicia, la igualdad, la comunicación, el diálogo, la empatía y la colaboración, dado que “este mundo no va a cambiar a menos que estemos dispuestos a cambiar nosotros mismos, pues la paz no sólo es la ausencia de conflictos” como dice Rigoberta Menchú. Trabajemos para buscar alternativas y oportunidades que nos permitan un cambio y un intercambio, una oportunidad para construir la paz.

Retrato de la autora: Archivo personal

Imagen: Francisco Javier Santiago Vera

Por María Guadalupe Cruz Hernández

Soy María Guadalupe Cruz Hernández, mujer Tojol-ab’al. Nací en el ejido Veracruz, municipio de las Margaritas, en Chiapas. Agradezco al proyecto “Tzam. Las trece semillas zapatistas: conversaciones desde los pueblos originarios” por invitarme a reflexionar y compartir mi palabra a partir de mis vivencias sobre el tema de la semilla de la “paz”.

Para mí, la paz está constituida por esos momentos que me han dado alegría y tranquilidad en la vida, por ejemplo, cuando era pequeña disfrutaba los amaneceres con el canto de los gallos, aunque eso me indicaba que tenía que levantarme para ayudar a mi madre a moler el maíz y hacer las tortillas. Recuerdo también que, después de clases, los niños solíamos salir a conseguir leña en el cerro Najlem, era divertido porque a veces nos quedábamos a jugar o a recolectar plantas y flores. Me encantaba cuando iba con mi madre y mi abuela paterna a buscar a la mamá cerdita que había tenido sus crías en el cerro Najlem, era maravillosa esa búsqueda. Al hallar a los bebes cerditos los cargábamos en red o en brazos para cuidarlos en casa. También, para mí eran tan placenteras las tardes de encuentro con mi familia alrededor del fogón donde cenábamos al calor del fuego y del hogar, acompañados de los cuentos, las anécdotas y los chistes de mi padre.

La tapisca y la cosecha de frijol son otras de mis experiencias favoritas. El día que una familia cosechaba su maíz o su frijol participaban muchas personas, era un trabajo colectivo. Las personas llevaban sus caballos o burros para trasladar la cosecha de la milpa a la casa. Después de la jornada, se concentraban todos los participantes a disfrutar de una buena comida, un caldo de res, de gallina o de guajolote y se servía el pox o el refresco. En la cosecha del frijol, los alimentos se echaban a cocer en una olla cerca de la milpa, recuerdo que se comía tan rico con un sabor muy distinto a la de la casa, me imagino que sería el sabor de la convivencia. Después de comer, a las personas que habían ayudado en el trabajo se les entregaba sus redes de maíz o sus tazas de frijol; además, los integrantes adultos y jóvenes de la familia tendrían que devolver un día de trabajo a todas las personas que les habían ayudado, por lo tanto, no era necesario el pago a través del dinero.

Cuando iba con mis padres a las milpas por el camino del bosque, de regreso a veces nos encontrábamos con un manjar delicioso en los árboles de roble: la miel. Una vez fue tanta que llenábamos cubetas y cántaros pues era todo un privilegio encontrarla y, claro, no era sólo para nosotros, se compartía con los vecinos, con mis tíos y abuelos.

Hace poco, mi comunidad y la comunidad vecina llevaron a cabo una pesca colectiva que tradicionalmente se realiza desde hace muchos años en Semana Santa; en esta actividad participan todas las personas a las que les gusta la pesca, hay niñas, niños, mujeres y hombres de distintas edades. Las familias conviven bajo la sombra de los árboles. Después de tres horas aproximadamente en las que se recorre el pequeño arroyo con el canasto y el morral hecho de costal donde se echan los peces, se procede a la preparación y al disfrute. Esta hermosa actividad se desarrolla en armonía y en comunidad. Por todo esto, puedo decir que he vivido la paz y la he encontrado en diferentes momentos en mi vida, en la cotidianidad que comparto en familia y en comunidad, cotidianidad en la que hay alegrías, armonía y tranquilidad.

Retrato de la autora: Francisco Javier Santiago Vera

Resulta interesante que la traducción de la palabra “paz” a diferentes lenguas indígenas sean nociones más bien cercanas al “buen vivir”, a “vivir bien” o “vivir contentos”. En muchas de las lenguas indígenas, al parecer, el concepto al que alude la palabra “paz” no está cercenado de un concepto más amplio que se relaciona con la “vida digna”. Podríamos decir que la paz no se concibe como algo divorciado de otras nociones que construyen el concepto de una buena vida. En este penúltimo número del proyecto Tzam, diez mujeres de diversos pueblos indígenas exploran esta noción y la conectan a vivencias concretas de ellas mismas y de sus comunidades. Una constante que puede apreciarse a través de sus colaboraciones es que la búsqueda de la paz es una búsqueda enmarcada en lo comunitario, no se trata sólo de una búsqueda de paz individual. Cada texto, muestra diferentes aristas de los elementos culturales que forman parte de la construcción de una vida en paz.

Cuando hablamos de paz, necesariamente se implica la noción contraria; hablar de paz convoca, en muchas ocasiones, a hablar también de la violencia. En estos textos, mientras las reflexiones sobre la paz son desgranadas, se asoman fuertes denuncias de la violencia estructural, de la violencia cotidiana y de la violencia simbólica a la que se enfrentan estas creadoras y escritoras en sus propios contextos.

En las colaboraciones de este número, late la idea de que, para reconstruir la paz, es preciso retomar los valores de las tradiciones de pensamiento de cada pueblo indígena, la suavidad y la tranquilidad que aporta a la vida el contacto y la interacción cotidiana con el territorio y la naturaleza y la búsqueda de la justicia social. Si algo podemos concluir de estos textos también, es que la paz y la vida buena y digna serán construidas en comunidad. Pasen a leer.